Lo de Egipto
Por Antonio Caballero
OPINIÓNLa demostración más elocuente de que todo sigue
igual es la satisfacción mostrada por el presidente Barack Obama, de
los Estados Unidos
Sábado 19 Febrero 2011
La televisión
del mundo mostró a los manifestantes
egipcios en la plaza Tahrir de El Cairo bailando felices porque los militares
se habían tomado el poder. Pero no se lo tomaron ahora.
Lo tienen -por lo menos- desde cuando
el general Naguib dio un golpe militar
para derrocar al frívolo rey Faruq en 1952, y a continuación el coronel Nasser derrocó a su vez
al general Naguib en 1953. Nasser murió
en 1970, y el poder lo heredó
su vicepresidente Anuar el Sadat, un general del Ejército. Cuando once años después fue asesinado
Sadat, su sucesor fue un
general de la Aviación, Hosni
Mubarak. Ahora se retira
Mubarak, y toma el mando un
mariscal, Mohamed Hussein Tantawi,
que preside el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (integrado por cinco generales)
y a los 75 años de edad lleva veinte
siendo ministro de Defensa: es un pilar del régimen. Del régimen militar, que manda en Egipto
no desde hace treinta años, como dice la prensa, sino cerca de sesenta.
Y ha convertido a Egipto en lo que es hoy: un país
miserable, corrupto y oprimido,
donde solo prospera la casta militar, alimentada por la corrupción y armada por los gobiernos de los Estados Unidos.
¿Y a
eso llama la prensa mundial "revolución"? Tal vez lo sea, sí, pero solo en el sentido astronómico estricto: una revolución
completa es la que, por ejemplo,
cumple la tierra en un año en torno
al sol para volver a quedar
en donde estaba.
Que la prensa y la televisión occidentales muestren su satisfacción
con lo ocurrido en Egipto es comprensible. El golpe militar -el autogolpe militar: solo pasa a retiro el general en jefe- garantiza la permanencia de un régimen militar, y laico (si es que
un régimen militar es exactamente "laico"), que sirva de barrera contra el islamismo militante de los Hermanos Musulmanes,
que a excepción del propio Ejército son la única fuerza política
relativamente organizada en
el país, pese a estar prohibida. Lo que no es comprensible
es que se alegren también los egipcios -los
cuales, para empezar, son en
su inmensa mayoría musulmanes creyentes y practicantes, incluso dentro de las filas del
Ejército: no desconfían del
Islam.
A pesar de todo, la "revolución" egipcia despierta la inquietud de los gobiernos árabes
de toda la región, desde Mauritania hasta Arabia Saudita. Para los gobernantes, los pueblos nunca
son de fiar. No porque de verdad teman que
vayan dichos pueblos a "tomar en sus propias
manos su destino", como
cantan las más líricas voces
de la prensa de Occidente: eso no ha sucedido sino muy rara
vez en la historia. Sino porque temen,
en el tumulto, ser sustituidos
por otros gobiernos. Después de Túnez, donde empezó
todo hace un mes, se agitan
Argelia (donde, como en Egipto, manda el Ejército: cuando hubo elecciones
libres las ganaron los extremistas
islamistas), la Libia del coronel Gadafi, Bahréin, Yemen, Arabia Saudita. Países todos ellos gobernados
por ancianos dictadores que llevan décadas en el poder, o, en el caso de las monarquías, varias generaciones.
Pero la demostración más elocuente de que nada ha cambiado en Egipto con la muy escareada "revolución de los jóvenes", o "revolución blanca" (y, de paso, se están agotando los colores:
se frustró la "revolución
verde" de Irán, se marchitó la "revolución naranja" de Ucrania; en cuanto a los calificativos
botánicos -la "revolución
de los jazmines", la "de
los juncos"-, son demasiado
cursis para tomarlos en serio), la demostración más elocuente de que todo sigue
igual, es la satisfacción manifestada por el presidente Barack Obama de
los Estados Unidos. Siguiendo la costumbre inveterada de los gobernantes de su país, abandonó
a Mubarak, su fiel aliado de treinta años, en cuanto tuvo problemas: y ni siquiera
mencionó su nombre en el discurso con que saludó su
caída. Pero en cambio no dudó en dejarse arrastrar por la más inflamada
retórica, que es tal vez lo único que
le queda de las esperanzas que despertó su propia
elección a la presidencia. Y llamó al proceso
sucesorio egipcio "un triunfo de la dignidad humana", y la prueba de lo que es capaz
de lograr "un pueblo, no por
la violencia, sino por la fuerza moral", y saludó el advenimiento de "una verdadera democracia".
Y, tras afirmar que lo sucedido en ocho días en la plaza Tahrir (que significa "Liberación", y se refiere al
golpe militar de 1952) es comparable con los veinticinco años de la "resistencia pacífica" de
Gandhi en la India contra el Imperio británico y a la caída del muro de Berlín que marcó el fin del comunismo en Europa, concluyó diciendo:
—Los egipcios
han cambiado
su país, y al hacerlo han cambiado
el mundo.
Si un presidente de los Estados Unidos creyera de veras eso, estaría preocupadísimo