EDITORIAL
July 3, 2008
Toda sociedad necesita símbolos para sobrevivir. E Íngrid
Betancourt encarna en su frágil humanidad y en su admirable coraje, la parábola universal de la tragedia
de nuestro país. La imagen de Ingrid es la cara de muchas
Colombias. Pero fundamentalmente de dos: la de la lucha
por la dignidad y la de la esperanza de la civilidad.
Por eso cuando
a pesar de su entereza, se estremeció y, con voz entrecortada, dijo: "Gracias Colombia", interpretó
a todos los colombianos. No
solo ella derramó una lágrima,
todos lo hicimos. No sólo Ingrid, los tres norteamericanos y los 11 policías
y soldados abrazaron la libertad. Cada colombiano ese
día fue un poco más libre.
Porque en la historia reciente del país,
ningún flagelo ha arrugado tanto nuestra alma colectiva como lo ha hecho el secuestro.
Esta
tragedia también ha sido una exploración
a la condición humana. A los instintos más primarios que
se desatan en la opresión del cautiverio, pero también a los sentimientos y valores más nobles que enaltecen al ser humano cuando están frente
a la adversidad. La valoración
de la vida -y el riesgo de
la muerte- en los intentos de
fuga, la humillación permanente de sus captores, la hermandad que se teje entre
los secuestrados, el amor
al prójimo en estado de vulnerabilidad, la condición sicológica frente al paso infinito del tiempo, la adaptación social a la
esclavitud sicológica, las nuevas relaciones
de poder en esta nueva realidad enjaulada, han salido a flote en las increíbles historias de cada uno de los secuestrados, cuyos mensajes van dibujando la metáfora de un país que ha construido
su carácter e identidad en la vorágine de la violencia.
Pero al ver el rostro de cada uno de secuestrados que recobran la libertad
rescatados, fugados o liberados? estamos frente
a un símbolo de lucha por recuperar la dignidad. La de Ingrid, que con su valor y entereza, desafió en el terreno simbólico a la autoridad despótica y brutal de sus victimarios. La de cada uno de los 11 policías y soldados cuyas palabras tenían la fuerza de una roca
y, con el puño en alto o los ojos
aguados, exaltaban la libertad y la fraternidad. Quién no va
ser un demócrata sino el
hombre que después de ocho años secuestrado
y haber sufrido los peores vejámenes reivindica la libertad, la convivencia y la civilidad. Es también, en el inconsciente
colectivo, la lucha de una nación por
encontrar su dignidad. Frente a su propia historia,
sacudida por una interminable guerra fratricida, pero también frente a su futuro, donde
no ha podido dibujar claramente su identidad,
en un mundo complejo, voraz y globalizado.
Oir las palabras
generosas y magnánimas de Íngrid, sentir cómo el alma de un ser humano cobraba vida en la voz de cada uno
de los soldados y policías que le hablaban al mundo cuando estaban
ebrios de libertad, y derramar una lágrima,
como lo hicimos tantos colombianos, al ver en las imágenes
de ayer el retrato de un lucha colectiva por un país civilizado,
es lo que hace de Colombia una nación admirable.