Argentina y EU: realidades contrastantes

 

Cristina Fernández, presidenta de Argentina, afirmó ayer: Hemos salido del infierno, al realizar un balance positivo de la primera década de gobiernos kirchneristas en ese país; destacó los logros sociales alcanzados en la nación sudamericana de 2003 a la fecha, particularmente en materia de empleo y combate a la pobreza. La aseveración es acertada, si se tiene en cuenta la catástrofe económica y social que enfrentó ese país en los primeros tres años de este siglo.

 

Pocas horas después, en Washington, el presidente Barack Obama firmó un decreto que obliga a su gobierno a realizar recortes presupuestales por 85 mil millones de dólares, calificados por él mismo de estúpidos y arbitrarios, ante la falta de un acuerdo legislativo entre representantes de su partido, el Demócrata, y la oposición republicana para evitar el llamado precipicio fiscal.

 

El contraste en los tonos y los estados de ánimo exhibidos por los mandatarios de la nación sudamericana y de la superpotencia son expresiones sintomáticas del éxito, en el primer caso, y el fracaso, en el segundo, de los intentos gubernamentales por introducir en las economías respectivas elementos de contención y de racionalidad frente al potencial destructivo del llamado Consenso de Washington.

 

En efecto, la decisión del gobierno de Buenos Aires de cancelar en 2005 su deuda soberana con el Fondo Monetario Internacional permitió a ese país quedar al margen de las presiones que este organismo ejerce en forma sistemática sobre sus deudores para que apliquen o profundicen estrategias económicas neoliberales; evitó, de esa forma, cuotas adicionales de sufrimiento social y ganó márgenes considerables de independencia, soberanía y tranquilidad para definir las políticas económicas más convenientes a su población, y no al capital privado trasnacional. Adicionalmente, los sucesivos gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández han demostrado que es posible hacer frente a las abultadas y absurdas deudas externas que lastran y sangran, desde hace tres décadas, a las naciones latinoamericanas, las cuales ven desvanecerse buena parte de sus esfuerzos en el pago de intereses a los acreedores foráneos.

 

A diferencia de Néstor Kirchner, quien llegó a la presidencia de su país con legitimidad socavada y tuvo que construirla desde el ejercicio mismo del poder, Barack Obama arribó a la Casa Blanca impulsado por la esperanza de cambio, con un respaldo claramente mayoritario de los votantes de su país, y con la consigna de reconstruir una economía devastada por el desenfreno especulativo; por la privatización indiscriminada de los bienes y servicios públicos; por la concentración de la riqueza en una élite de multimillonarios, y por una corrupción escandalosa. No obstante, los esfuerzos iniciales por contener la voracidad de los capitales causantes de la crisis de 2008-2009 terminaron por sucumbir ante las presiones de los poderes fácticos de la superpotencia, y el propio Obama acabó permitiendo el predominio de los intereses corporativos y financieros por encima de los sociales. Ahora, el político afroestadunidense se ve obligado a decretar, aun en contra de su voluntad, medidas que causarán un enorme daño a la de por sí maltrecha economía de Estados Unidos.

 

El panorama descrito arroja, en suma, una circunstancia paradójica: mientras el gobierno de una economía periférica, como Argentina, ha podido avanzar su agenda de transformación económica y social aun a pesar de presiones, ataques y campañas de desestabilización, el presidente de la nación más poderosa del mundo ha quedado exhibido, una vez más, como hombre maniatado por los intereses de la clase política y el poder financiero de su país.