Una frontera
olvidada
Hermann Bellinghausen
Por extraño que suene, hubo un tiempo en que México hizo frontera con Rusia en un confín donde los límites eran todavía difusos. Hacia 1806, por la costa de la Alta California, Nueva España llegaba a San Francisco y las misiones de San Rafael y Sonoma. Ese año desembarcaron en la bahía unos enviados del zar Alejandro I, con fama de loco, buscando establecer los límites de la América Rusa que comenzaba en Alaska. En 1812 los rusos edificarían una posición estratégica cerca del delta del río Sebastián (hoy Russian River) que atraviesa las generosas tierras de Sonoma hasta el océano Pacífico: el Fuerte Ross (apelativo cariñoso a su patria). Y establecieron relaciones comerciales y hasta sentimentales con los españoles. En medio, en la terra incognita, vivía de por sí el pueblo pomo (también conocido por el nombre de su lengua, kasaya), antes de ser esclavizado por los españoles, explotado por los rusos, y abandonado por los mexicanos; en 1848, los estadunidenses lo meterían en una reservación y arrebatarían todo a todos merced al infame Tratado de Guadalupe Hidalgo.
Para cuando los imperios español y ruso se encuentran, en los albores del siglo XIX, el primero no sabe que está a punto de desaparecer y el segundo calcula, mal, que podrá apropiarse de California. Cabe imaginar en las lomas de Sonoma una melancólica garita novohispana como en la novela de J.M. Coetzee con guardias esperando a los bárbaros, que nunca llegan. Sí lo hacen, por el mar, las naves al mando del barón (o conde) Nikolai Petróvich Rezánov, enviado de la Compañía Ruso-Americana, bajo órdenes del zar. En el presidio de San Francisco, en Yerbabuena, el expedicionario presenta sus credenciales al gobernador virreinal José Darío Argüello, y se enamora perdidamente de la bella Concepción, hija del gobernador. Ella tiene 15 años, él 41.
Así, los imperios se entienden. Si los reyes están locos, por qué no habrían de estarlo sus representantes. Rezánov regresa a Moscú para solicitar permiso al zar para casarse con Conchita Argüello. Antes de separarse, la pareja se jura amor eterno. Él muere en Siberia de mala manera en 1807. Ella se entera tarde y mal, no lo cree y espera a su prometido 35 años. Cuando finalmente se convence de que Nicolás no volverá, se mete de monja en Monterey y adopta el nombre de hermana Dominica, con el cual es sepultada años después, virgen.
La historia de su amor ha dado pie a una ópera rock enormemente popular en Rusia: Juno y Avos. Estrenada en Moscú en 1978, permaneció en cartelera 25 años, sobreviviendo la Perestroika, y hoy todavía es escenificada constantemente. Compuesta por Aleksei Rybnikov, con libreto de Andrei Voznesenski –un poeta iconoclasta de la era soviética–, el drama californiano continúa cautivando al público de su país. El título alude a dos barcos de la Compañía. Brincando con gracia la censura brejneviana, la obra inyectó modernidad pop a la patria soviética, algo de color, mucho de Romeo y Julieta, y sigue siendo un hit. A décadas del fin del comunismo, empieza a escenificarse en otras partes del mundo y adquiere la pátina de un clásico.
Sobre esta trágica pasión, la Historia se precipitó inmisericorde. Nueva España se desvanece en una guerra que dará origen a México. Los rusos extraen todo lo que pueden y abandonan California antes de 1840. Desde 1821 Alta California es provincia del nuevo país, y el ranchero mexicano de origen suizo Juan Sutter adquiere las tierras de los rusos. Por el este viene cabalgando, todavía lejos, Estados Unidos.
En 1811, cuando México todavía no sabe que es México y Estados Unidos no sabe hasta dónde llegará su sangrienta conquista hacia el oeste, Ivan A. Kuskov, gerente de la Compañía, desembarca en la costa y al año siguiente funda el Fuerte Ross frente al mar, en una colina del extremo sur de una bahía que los españoles nombraron Bodega y los rusos Rumantisiev. Durante las siguientes tres décadas la Compañía comerciará intensamente con los mexicanos de San Francisco y Sacramento para abastecer de productos agrícolas a sus colonias en la América septentrional.
La empresa zarista se impone a los indios (que el malhadado y romántico Rezánov soñó liberar del yugo hispano, pero sus sucesores los acasillan a razón de ocho dólares anuales). Los colonizadores suman a esa peonada una partida de aleutas que se trajeron de las islas Aleutianas y entre todos se dedican a diezmar nutrias y otras bestias peludas para surtir la demanda de pieles finas en Europa. Esa época, que precede a la fiebre del oro (gold rush), es conocida como la fiebre de las pieles (fur rush), y provocó el exterminio de las nutrias que tuvieron en el río Ruso su paraíso. Existen estampas que muestran incontables pilas de pelambres que son embarcados con destino a Moscú. Los kasaya, que también habitaban las márgenes del río –bautizado Sebastián desde 1606–, corrieron la misma suerte que las nutrias.