Egipto: provocación
y definiciones
EDITORIAL
February 2, 2010
Mientras cientos de miles de egipcios se concentraban ayer en la plaza Tahrir de El Cairo –en el octavo día de movilizaciones contra el régimen dictatorial de ese país–, el repudiado presidente Hosni Mubarak anunciaba,
en un esperado discurso, que no buscará su relección en septiembre próximo, pero que pretende
mantenerse en el poder hasta concluir su mandato, a fin de asegurar una "transición pacífica". A renglón seguido, manifestó su intención
de "morir en suelo egipcio" y llamó a la población del país
norafricano a "elegir
entre el caos y la estabilidad".
En el momento
actual, la postura de Mubarak no sólo
es tardía e insuficiente por donde se le mire: constituye, además, una burla
y una provocación para el pueblo egipcio, el cual, en la semana reciente, se ha jugado el físico en las calles
de ese país en reclamo de la renuncia del dictador, y no tolerará una nueva estrategia
que le permita a éste encaramarse en el poder, así sea por unos meses.
A estas
alturas, Mubarak no está en
posición de imponer condiciones: su permanencia frente al gobierno de El Cairo es insostenible, no sólo porque carece de toda legitimidad para llevar a su
país al escenario que ha evitado por tres décadas
–la celebración de elecciones
democráticas, limpias y competidas–, sino también porque cada día que
permanece en el cargo profundiza
el descontento de la población
y alimenta un entorno de violencia y represión que ya ha cobrado
la vida de unas 300
personas y herido a miles más.
Pero si las
pretensiones de Mubarak resultan
inaceptables para las enardecidas masas egipcias y para amplios sectores
de la opinión pública internacional, para Washington y
Tel Aviv abren un compás de espera por demás conveniente.
En la hora presente, es claro que
el primero de esos gobiernos no busca tanto sostener el impresentable régimen de El Cairo
cuanto procurar el arribo de una autoridad
nacional que sea cercana y proclive a sus intereses geoestratégicos,
y que conjure, en particular, la posibilidad
de un aislamiento de Israel en la región.
La preocupación que este último escenario
suscita en el gobierno encabezado por Benjamín Netanyahu queda de manifiesto con el despliegue de tropas israelíes a la frontera con Egipto, en la península del Sinaí, y con el hecho de que Tel Aviv ha sido el único gobierno
–junto con la monarquía autocrática de Arabia Saudita– que ha expresado su respaldo inequívoco
a Mubarak.
La claridad
con que se ha expresado el
pueblo egipcio en las calles de ese país,
y su determinación de llevar sus reivindicaciones
democráticas a un punto de
no retorno, colocan a Estados Unidos y a sus aliados occidentales
ante la obligación moral de atender
cuanto antes el reclamo de esa voluntad popular, y profundizar la presión internacional para que Mubarak deje el poder. Si, por el contrario, Washington opta por alargar la agonía del régimen de El Cairo
con miras a salvaguardar sus intereses geopolíticos
y los de su aliado
regional, provocará un nuevo
daño a su maltrecha imagen internacional y colocará su supuesto compromiso
con los valores democráticos
en un nuevo entredicho.