Ángel
Luis Lara/ II y última
Barack Obama recorrió la senda electoral hacia la Casa Blanca presentándose
como un outsider armado con una retórica beligerante hacia el establishment de su país. El Tea Party subraya su distancia con los partidos y proclama su animadversión hacia la clase política. Ambos monstruos
son el resultado de la actual crisis manifiesta por la que atraviesan la representación políítica y los partidos.
Según una encuesta
encargada por CBS News y el
New York Times en febrero pasado,
70 por ciento de los estadunidenses se muestra insatisfecho o furioso con los políticos, y 80 por ciento considera que los congresistas de
Washington están más ocupados en satisfacer intereses particulares que en resolver los problemas de
la gente que los eligió.
Desencantados con la clase política y los partidos, los partisanos del Tea Party encuentran sus referentes en otra parte: Glenn
Beck, un ultraconservador comentarista
televisivo, es el principal
guía espiritual del movimiento. "Él me ha quitado la venda
y me ha hecho ver que nos están
arrebatando el país", manifiesta un pequeño empresario cuarentón que sostiene un cartel que dice: "Gracias, Beck".
Como en una
novela futurista de Ballard
o de Dick, los políticos han sido sustituidos por un predicador televisivo. Muchos apuntan que el germen más importante del Tea Party ha sido el 9/12 Project, una iniciativa de Beck que ha sembrado el país de grupos de ciudadanos autorganizados que pretenden “recuperar los valores que America abrazó el día después
del 11-S, cuando el patriótico
ondear de la bandera y la unidad religiosa envolvieron a la nación”.
"Beck no es como
los políticos, él es real", dice el pequeño empresario cuarentón. Al contrario que la política, que ofrece
el goce en permanente estado de promesa, la televisión produce el presente y constituye lo real: te
procura el goce aquí y ahora. Mientras
un político es siempre una
incertidumbre, Beck es una incuestionable verdad en la que se puede confiar.
"Nuestra forma de vida está siendo atacada. Dibuja una raya en la
arena para que los otros lo entiendan y nuestros valores permanezcan intactos. Recuperemos nuestro país." La canción sale de los labios de un tipo blanco
de unos 70 años que se acompaña de una guitarra acústica
y luce una vieja chapa en la solapa: "Reagan For President". No es Bela Lugosi en una secuencia de White Zombie, sino un activista
del Tea Party.
Como
ocurre con el cine de terror, la nueva
derecha estadunidense encuentra su motor en el miedo.
En gran
medida, el movimiento reaccionario es el producto de dos pánicos cruzados: uno étnico
y otro de clase. A diferencia de lo que
ocurre en Estados Unidos, casi la totalidad de los habitantes de la
nación Tea Party son blancos.
Un sociólogo apuntaba hace poco
que el censo que se está elaborando
a lo largo y ancho del país
en estos días descubrirá a los militantes del
Tea Party que son minoría.
Se equivoca: ellos ya lo saben. Su movilización es fruto del pánico
al imparable crecimiento de
la población migrante en las recientes décadas
y a la cualidad de los actuales
índices de natalidad en su país: nacen
ya más niños
negros, latinos o de origen asiático que blancos.
Sin embargo, el Tea Party es la expresión de un delirio paranoico
que va más
allá. Una parte sustancial del movimiento
son las viejas clases trabajadoras blancas ligadas a los imaginarios gastados del fordismo y presas del pánico ante el fin consumado del viejo orden industrial.
La AFL-CIO, la federacióón de sindicatos más importante de Estados Unidos, realizó una encuesta tras las elecciones en Massachusetts en enero, cuando Scott Brown, uno de los iconos del Tea Party, acabó con más de 50 años de hegemoníía demócrata en ese estado. Los resultados develaron que la mayoría de los trabajadores sindicalizados apoyaron a Brown con su voto. Karen Ackerman, dirigente de la AFL-CIO, definió lo sucedido en Massachusetts como "una revuelta de clase obrera". Increíble, pero cierto. La nueva derecha estadunidense baila al ritmo de Bruce Springsteen y Pete Seeger.