Las disneylandias de la naturaleza
Víctor M.
Toledo
Hace tres décadas
Ariel Dorfman y Armand Mattelart
escribieron lo que después se convertiría en un clásico de la ciencia política latinoamericana: Para
leer al pato Donald (1972), obra
en la que esos autores revelaban los mensajes ideológicos enajenantes de las historietas de Walt Disney, ya convertidas en lectura de masas. En realidad la obra solamente abordó una de las
dimensiones de Disney para disfrazar al mundo de magia, luces e ilusiones, pues la otra, la de los parques de diversiones, secuela de la primera, no fue abordada y hasta donde sé aún
se encuentra a la espera de
ser analizada y deconstruida
por el pensamiento crítico. Disney se gana, y por mucho, el mérito de ser el gran anestesista de la modernidad, el máximo virtuoso en
el arte de disfrazar la realidad,
muy cerca de las aportaciones de Hollywood y
de Las Vegas.
A cinco
décadas de la creación de Disneylandia, en California, ese complejo y sus filiales reciben hoy la visita de más de 30 millones de personas al
año, y encabezan la lista de los parques temáticos a escala mundial, con presencia en 26 países. A los parques han agregado hoteles,
canales de televisión y otros servicios y, para no quedarse rezagados, han iniciado el programa Eco-Disney.
El emporio es sin duda la gran fábrica
de anestesiados, un gigantesco
lavador de cerebros a escala global y con una permanencia de cinco décadas.
¿De qué
manera Disney y su equipo concibieron el universo natural dentro de su imaginario, necesitado de la diversión y el relajamiento justo después de finalizada la Segunda Guerra Mundial? En Disneylandia,
el mundo de la naturaleza
no solamente aparece como una realidad
fantasiosa, como un escenario para las aventuras del hombre
occidental, industrioso y urbano
en un medio desconocido e inhóspito; también hace constar el poder de la tecnología industrial
al insertar animales robotizados en la jungla, junto a personajes heroicos salidos del repertorio hollywoodesco, como Tarzán e Indiana Jones
La selva
tropical aparece entonces convertida en set cinematográfico,
desprovista de sus habitantes milenarios (las culturas indígenas),
estática y dominada, es decir, desprovista
de procesos y adaptada a las necesidades de la historia que se cuenta o se vive. Además de la jungla, el parque integró desde su
inicio los bosques templados y las culturas originales de Norteamérica, pero estas últimas fueron
sustituidas al paso del tiempo por un espectáculo
de Winnie Pooh y otras sandeces
en el recorrido conocido como Critter Country.
Con ello
trascendió al zoológico y
al museo, lo mismo que a la reserva natural y al sitio arqueológico. Su banalización de la naturaleza y
de las culturas ha dejado huella en millones de seres humanos (con la especial presencia
de los niños), inoculando
en sus mentes una idea tergiversada y
superficial del mundo de la naturaleza
y de quienes por milenios han vivido
de ella y con ella. Disneylandia ha sido el modelo a imitar.
Hoy, los cotos de caza y
los campos de golf han dado
paso a los parques temáticos de orientación ecológica… como Xcaret, un complejo de diversiones de la "riviera maya", sobre el que existen varias
denuncias por violación de la ley ambiental de México.
Además de cometer fraude electoral, "salvar a
la humanidad" del virus de la gripe, luchar contra el narcotráfico, avalar la siembra del maíz transgénico y celebrarle el cumpleaños a
Wal-Mart, Felipe Calderón ha ofrecido
al país una nueva muestra de su particular ideología al confundir al parque Xcaret, que es
un centro privado de diversiones, con una reserva para la conservación de la biodiversidad.
Extraño que sus asesores académicos
no le hayan advertido sobre este desacato,
pues al conmemorar el Día Mundial del Medio Ambiente en el parque Xcaret, Calderón develó una visión
maniquea, superficial y mercantil
de la conservación.
La preferencia
por Xcaret es altamente significativa
si se tiene en cuenta que la península
de Yucatán, y en especial Quintana Roo, han sido fértiles
escenarios de numerosas experiencias sociales en relación con el buen manejo y la conservación de la riqueza biológica. Un fenómeno conocido y reconocido en todo el mundo. Esas experiencias
han sido realizadas por decenas de comunidades mayas, como los ejidos forestales, cuyos productos maderables han sido certificados internacionalmente, los productores
de miel o chicle orgánicos, o las 50 comunidades de Quintana Roo que, en un acto digno de ser imitado, decidieron de manera colectiva ceder y conceder parte
de sus territorios para la conservación de la flora
y la fauna.
Al ignorar
estas experiencias de las comunidades mayas, una cultura
que lleva algo más de 3 mil años conociendo, manejando, utilizando y respetando a la naturaleza, Calderón volvió a mostrar el cobre e inauguró, sin saberlo, una nueva categoría
de protección biológica en
México: las disneylandias
de la naturaleza. Con ello negó la historia y la cultura milenaria del país y rindió de nuevo un homenaje al elitismo. Afuera del acto se quedaron no solamente los indígenas, sino los ambientalistas encabezados por Greenpeace México
y, me temo, cuatro décadas de investigación en biología de la conservación.
Por fortuna, todas las agencias,
corresponsales y canales de
televisión y de radio lo testificaron:
el pasado 5 de junio, tomados de las manos, Tribilín, Carlos Slim,
Mickey Mouse, el director de Naciones Unidas para el medio ambiente, el pato Donald, Fher (el cantante sinarquista de Maná), el titular de la Semarnat,
junto con Dumbo y otros asesores parecidos, celebraron el Día Mundial del Medio Ambiente, bajo la batuta de uno de los siete enanos, y teniendo a Blanca Nieves como la
Madre Tierra. Por fortuna,
gracias al operativo militar
desplegado, no lograron colarse al acto ni la bruja del bosque, ni el capitán
Garfio ni el Tío Mac Pato. Y eso ciertamente, todos los mexicanos sin excepción, debemos agradecerlo.