La militarización de la política
Luis Hernández Navarro
Felipe Calderón ha hecho de la guerra contra el narcotráfico el eje de su gobierno. El combate al crimen organizado ha proporcionado a su mandato una
vía de legitimación que las urnas
le negaron. La militarización
de la política le ha dado las
herramientas para administrar el país con medidas de excepción. La politización de la seguridad pública le ha facilitado recomponer la cadena de mando-obediencia.
De la misma
manera en la que el 11 de septiembre de 2001 le permitió a
George W. Bush intentar hacer
de la guerra el poder constituyente de un nuevo orden neoconservador, la batalla contra los cárteles
de la droga ha posibilitado
al jefe del Ejecutivo mexicano tratar de afianzar y perpetuar su gobierno. Pero,
en lugar de enviar tropas a Irak
y Afganistán, el mandatario
mexicano las ha sacado de sus cuarteles
para tomar posiciones dentro del territorio nacional.
El Ejército
está en las calles de muchas localidades del país, desempeñando funciones que no le corresponden. Ha establecido retenes, toques de queda de facto e inspecciones.
Los mandos militares ocupan los puestos policiales. En lo que parece el ensayo general de lo que se piensa hacer
en varios estados del norte, en lugares como Ciudad Juárez, Chihuahua, se
vive una situación muy cercana a un estado de excepción no decretado por el Congreso.
Día a día
Felipe Calderón se presenta ante los medios de comunicación como el comandante en jefe de una gran
cruzada nacional. La
propaganda nacional lo presenta
como el defensor de las familias mexicanas.
Sus desplazamientos por el país son organizados con el mayor sigilo. Sus actos públicos
son encapsulados por elementos del Estado Mayor Presidencial.
Las demandas o protestas en
su contra son acalladas por la fuerza pública.
A corto
plazo, la politización de
la seguridad pública le ha proporcionado al jefe del Ejecutivo saldos positivos. Las encuestas le reconocen niveles de aceptación razonables, aunque han caído
sistemáticamente en los últimos
meses. Las violentas expresiones de descontento social
que se vivieron durante 2006 se han acotado.
Entre las
primeras bajas de la guerra en que vivimos
se encuentran los derechos humanos. El marco jurídico ha sido transformado en despecho de éstos. En la macabra cuenta de descabezados, cadáveres insepultos y pozoleros
que se registra cada día, el asesinato
de líderes sociales apenas cuenta. La criminalización de la protesta
social avanza cada día.
No parece
importarle al jefe del Ejecutivo que al militarizar la política la haya desgastado y degradado. Pareciera ser que le tiene sin cuidado que en plena crisis económica, con la producción nacional estancada, el desempleo creciendo y la válvula de escape
de la migración hacia Estados Unidos atascada, sus márgenes
de maniobra se hayan reducido. La única salida que vislumbra
es intensificar aún más esa
guerra.
El último
episodio de la politización
de la seguridad pública son
los reiterados señalamientos
sobre el involucramiento
con el crimen organizado de
siete gobernadores del Partido Revolucionario Institucional (PRI), formulados por distintos dirigentes
y legisladores del Partido Acción Nacional (PAN). Ciertas o no las acusaciones, más que buscar combatir
realmente el crimen organizado, lo que muestran es el deseo del blanquiazul de utilizar la ofensiva antinarco para golpear a sus rivales
electorales.
Para Felipe Calderón el futuro inmediato es amargo. Todas
las encuestas auguran el triunfo del tricolor
en los próximos comicios
federales. La pérdida de la
mayoría panista en la Cámara de Diputados significará una declaratoria de muerte anticipada del sexenio calderonista, ya de por sí breve.
La única
posibilidad de que Acción Nacional remonte electoralmente a corto plazo parece
estar en que desde el gobierno federal se desate una furiosa
campaña mediática que asocie a destacados
políticos priístas con el narcotráfico para deslegitimarlos. El PAN posee una amplia experiencia
en campañas electorales negativas y Antonio Solá, el asesor
de cabecera del presidente para estos asuntos,
sigue teniendo gran ascendencia sobre el hombre de Los Pinos.
Para Calderón, seguir una opción
de esta naturaleza implicará quedarse sin aliados y poner en serio riesgo la ya de por sí
precaria gobernabilidad existente. No hacerlo supondrá perder la mayoría en San Lázaro, ubicarse
en condiciones muy difíciles de cara a los comicios de 2010, en los que se renovará casi la tercera parte de los gobernadores,
y quedar preso en las redes del tricolor.
En 2006, al PAN y los poderes fácticos no les tembló la mano para polarizar el país y llevarlo al borde del enfrentamiento violento. A pesar de que el PRI no es López Obrador,
la situación no tendría por qué ser distinta
en 2009. Más aún si la ruta que
se ha trazado desde Presidencia es la de incrementar la presencia de los militares en las calles, mantenerlos lejos de los cuarteles y ponerlos a hacer el trabajo que corresponde
a los civiles.