La alocución
inaugural del nuevo presidente
estadunidense, Barack Hussein Obama, que congregó a millones de estadunidenses en la explanada del Capitolio y a muchos otros millones
más, dentro y fuera de Estados Unidos, ante aparatos de radio y televisión, marcó un viraje radical de estilo y de contenidos en el discurso oficial de ese país. La novedad del acto de masas dio
a los asistentes la oportunidad
de sentirse testigos de la historia y el mandatario marcó clara distancia
respecto del cinismo propagandístico, el maniqueísmo y
el primitivismo que caracterizaban las palabras del equipo de gobierno de George W. Bush y de sus
colaboradores.
Lo dicho por Obama se caracterizó por una difícil
pero bien lograda combinación de tradicionalismo y audacia, de respeto a la urbanidad republicana y de crítica feroz a la clase política que lo rodeaba, de reivindicación de la historia imperialista de su país y de propuestas
de renovación de actitudes
ante el resto del mundo, de
crudeza realista y de esperanza, de espíritu reflexivo y de llamado a la acción. De esta forma, el nuevo presidente convirtió el riesgo de una fractura política
en una apuesta por la unidad. Sin abandonar la enunciación de los valores históricos que han enarbolado
siempre los gobernantes en
Washington, Obama los reinterpretó para darles una
dirección incluyente y moderna. Si el primero de los atributos necesarios para desempeñar la presidencia de cualquier país es el sentido
político, el primer afroestadunidense
que llega a la Casa Blanca demostró tenerlo, y ese solo hecho es motivo de alivio
y optimismo.
Por lo que se refiere a las cuestiones
de fondo, Obama pronunció ayer ideas que hasta hace muy
pocos meses, en un ambiente dominado por el neoliberalismo, sonaban a herejía: “La pregunta que nos
hacemos hoy no es si nuestro
gobierno es muy grande o muy
pequeño, sino si trabaja, si
ayuda a las familias a encontrar empleo con un salario decente, un sistema de salud que pueden
costear, una jubilación digna”. O bien: “si no se le vigila, el mercado puede descontrolarse, y una nación no puede
prosperar durante mucho tiempo si favorece
sólo a los ricos”.
En el rubro de la política exterior, Obama reinsertó
temas que han permanecido abandonados durante ocho años, como
el combate a la pobreza y
la desigualdad, y la necesaria
concertación de acciones
ante el cambio climático y
la destrucción del entorno
natural. Sin embargo, la parte medular de las alineaciones estadunidenses queda como enigma: el nuevo mandatario no abandonó la arrogancia injerencista tradicional de su país y evocó la memoria de los soldados estadunidenses que han caído, no en la defensa de la libertad y la seguridad de sus connacionales, sino en aventuras de opresión y agresión contra otros pueblos.
“No nos disculparemos por nuestro modo
de vida ni flaquearemos en su defensa, y a quienes siguen intentando inducir el terror y la masacre de
inocentes les decimos que nuestro espíritu
es más fuerte
y (...) que los derrotaremos”,
dijo Obama, acaso sin tener en mente que la más reciente
masacre de inocentes, por decirlo con sus palabras, fue
perpetrada por el gobierno de Israel –el más estrecho socio de Estados Unidos en Medio Oriente– entre la población civil
e inerme de la franja de
Gaza.
Cabe preguntarse, asimismo, a qué gobiernos se refería cuando aludió “a quienes se aferran al poder por medio
de la corrupción y el engaño
y silencian a los disidentes”,
a los cuales ofreció “extenderles la mano si ustedes están
dispuestos a abrir el puño”. Esa clase
de regímenes abundan entre
los aliados tradicionales
de Washington: Arabia Saudita, Colombia, Marruecos y Egipto podrían ser algunos ejemplos. Las menciones de Afganistán y de Irak fueron básicamente retóricas –¿qué significa “forjar en Afganistán una paz duramente ganada”?–,
pero, con todo, Obama aportó un factor urgente de realismo y de sentido común ante la paranoia belicista
y genocida con que los neoconservadores han suplantado la política exterior
de Washington: recordó que
“nuestro poder (militar) por sí
solo no puede protegernos ni nos da
la libertad de hacer lo que nos plazca;
en cambio (...) nuestro poder crece si
lo usamos de forma prudente;
nuestra seguridad emana de la justicia de nuestra causa, de la fuerza de nuestro ejemplo, de las cualidades de la templanza, la humildad y la moderación”.
En el ámbito interno, el nuevo presidente de Estados Unidos convocó a su país a una
movilización para reconstruir una economía y una sociedad devastadas por el desenfreno especulativo, por la privatización voraz de los bienes y servicios públicos, por la concentración de la riqueza en una elite de multimillonarios y por una corrupción
escandalosa. Fue una saludable reivindicación
de la ciudadanía y de sus potencialidades ante los promontorios
de poder político y económico, de los individuos anónimos ante los poderosos, de
la igualdad ante la discriminación,
de la audacia ante la desesperanza.
Una cosa es
enunciar propósitos de gobierno y otra, muy distinta, llevarlos
a la práctica. Seguramente,
ni Obama ni el país podrán satisfacer
el enorme cúmulo de esperanzas y expectativas que se reunieron ayer en la explanada que se extiende frente al Capitolio, sobre todo si
se toma en cuenta que Estados Unidos
enfrenta –por mencionar sólo dos desafíos monumentales– una recesión que
podría ser la peor de su historia y el empantanamiento en dos agresiones
bélicas contra países lejanos. Pero el nuevo mandatario dio, en su primer día en el cargo, una muestra de liderazgo, y el dato es reconfortante.
Cabe esperar que se desempeñe asimismo con congruencia, eficiencia, sensibilidad y ética, y es pertinente
también desearle suerte.