Editorial
Histórico
El triunfo de
Barack Obama en las elecciones
presidenciales realizadas ayer en Estados Unidos merece, por diversos motivos,
el calificativo de histórico:
por principio de cuentas,
el aspirante demócrata logró combinar el respaldo esperanzado de los sectores mayoritarios de la sociedad con la aprobación de los
poderes fácticos –el sector
financiero, el complejo militar-industrial, la clase política, los conglomerados mediáticos, los sindicatos–, aprobación sin la cual no hay candidato que llegue
a la Casa Blanca. Por añadidura,
Obama, relativamente desconocido
hasta antes de las primarias, logró imponerse a figuras políticas veteranas de la talla de Hillary Clinton y de su adversario final, John McCain. A ello
ha de agregarse el hecho de
que el aún senador por Illinois será el primer presidente estadunidense fogueado en los ámbitos progresistas de base –trabajó en acción comunitaria en Chicago– y el primer afroestadunidense
que llegará a la oficina oval.
Si para Estados Unidos y para el mundo el fin de la era
Bush es un alivio, resulta doblemente reconfortante que el sucesor no sea un republicano un tanto extraviado en sus posturas ideológicas,
como McCain, sino un hombre
que ha expresado en reiteradas ocasiones la necesidad de reordenar las prioridades gubernamentales y comprometer al poder público en la atención de las necesidades de la sociedad, por encima de los intereses del gran capital. Asimismo, el demócrata se ha deslindado de las posturas belicistas
del actual gobierno y ha señalado
la necesidad de reconstruir
las libertades individuales y los derechos civiles, devastados por el autoritarismo policial que desplegó
el todavía presidente estadunidense en su “guerra contra el terrorismo”.
En el ámbito de las
relaciones internacionales,
el discurso de Obama, si bien no exento de la arrogancia imperial característica
de Washington, ha puesto énfasis
en la necesidad de privilegiar
el diálogo por encima de las medidas
de fuerza.
Por lo que hace
a Latinoamérica y México, aunque
el candidato vencedor carece de experiencia en la relación con las naciones situadas al sur del río Bravo, y por más que
se ha abstenido de formular
señalamientos específicos, es claro que
sus posturas generales serán mucho más benéficas para
la región que la demagógica simpatía que Bush y McCain manifiestan hacia el subcontinente y hacia la población de origen latinoamericano que reside –con documentos migratorios o sin ellos– en territorio estadunidense. La distancia de Obama ante las doctrinas económicas causantes del actual desastre financiero mundial, y su reserva para
con las irracionales, violentas y contraproducentes estrategias antidrogas seguidas por las
administraciones republicanas,
hacen pensar que el relevo en la presidencia estadunidense será positivo para
nuestras naciones. Queda por ver cuál
será la postura que adopte el afroestadunidense,
tras asumir el cargo, en materia migratoria.
Por otra parte, la derrota del Partido Republicano en los comicios de ayer abre, en forma paradójica, un periodo riesgoso y difícil: en los poco más de dos meses que le quedan
en el cargo, es previsible que Bush procure agravar la circunstancia, de por sí catastrófica, que deja a su
sucesor, y que puede traducirse en nuevas provocaciones belicistas fuera de Estados Unidos, en disposiciones que contribuyan a perpetuar la pérdida de derechos y libertades dentro del país y en medidas de protección, encubrimiento y enriquecimiento de última hora para las
mafias empresariales nucleadas
en torno al actual poder presidencial.
No es prudente, por último,
abrigar expectativas de un cambio radical en el poder de Estados Unidos a consecuencia de la llegada de
Barack Obama a la Casa Blanca. Pero sería injusto desconocer las marcadas y positivas diferencias políticas y humanas entre el triunfador en
los comicios de ayer y el
hombre que en ocho años ha llevado al poder estadunidense a sus peores simas
morales y económicas.