Las guerras de Bush y
Calderón
Carlos Fazio
Bajo la apariencia de un
estado de excepción no declarado, pero efectivo, desde los atentados
terroristas del 11 de septiembre de 2001 la administración de George W. Bush ha
procedido a la demolición sistemática del orden constitucional estadunidense.
En nombre de los imperativos de seguridad, arrogándose poderes extrajudiciales,
mediante decretos secretos y decisiones presidenciales arbitrarias devenidas en
prácticas normales del Estado, el jefe de la Casa Blanca ha instituido
operaciones ilegales de espionaje interior y, envuelto en guerras preventivas
en el exterior, ha recurrido a la tortura “legalizada” y al
secuestro-desaparición de presuntos terroristas, manteniendo bajo arresto
indefinido a millares de “enemigos no combatientes” que están recluidos en un
archipiélago de cárceles clandestinas y “prisiones flotantes” bajo control del
Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia (CIA).
Desde un comienzo, en lo que
después se supo que formaba parte de un plan secreto prestablecido –que
aprovechó su “oportunidad” tras los atentados del 11/S, presuntamente
provocados por un “enemigo asimétrico” y “desterritorializado”, pero siempre
oportuno, Al Qaeda–, la deconstrucción del orden constitucional se desplegó en
un contexto de guerra indefinida, omnipresente, sin fronteras espaciales ni
temporales. En 2002, al presentar la estrategia de seguridad nacional en la
Casa Blanca, Bush asimiló la “vulnerabilidad” de Estados Unidos ante el
“terrorismo” a una “nueva condición de vida”. Así, desde comienzos del siglo
XXI la “guerra contra el terrorismo” fue concebida para ser librada de manera
simultánea en varios países por muchos años. En 2006, la nueva versión de la
estrategia de seguridad nacional planteaba: “Estados Unidos vive los primeros
años de una larga lucha, una situación parecida a la que enfrentó nuestro país
al principio de la guerra fría”.
En un estado de emergencia
permanente, la excepción se convierte en regla. En el caso de Estados Unidos,
la guerra se convirtió en el fundamento ontológico del Estado. Todos estos años
Bush ha gobernado mediante el miedo, estimulando el nacionalismo y explotando
los prejuicios raciales y étnico-religiosos de sus connacionales. El
inflamiento del poder de Al Qaeda y otras amenazas terroríficas podrían parecer
caricaturescos si no se tratara de un método de gobierno que sirve para ocultar
las intenciones autoritarias del Estado y los fines de dominio imperial y
neocolonial. Es un juego peligroso que alimenta los odios esencialistas de
quienes son considerados el Otro, el enemigo, el bárbaro. En el caso de Medio
Oriente, el “choque de civilizaciones” del propagandista Samuel Huntington se
ha ido convirtiendo poco a poco en una profecía autocumplida.
Por distintas consideraciones
–entre ellas la existencia de petróleo, gas natural, agua y biodiversidad, y la
emergencia en la coyuntura de una resistencia civil pacífica que, aunque
atomizada, está en la búsqueda de alternativas al actual sistema de dominación
por distintos canales legales, parlamentarios o antisistémicos–, uno de los
escenarios privilegiados de la guerra perpetua de Bush en América Latina es
México. Aquí, igual que en Colombia, la modalidad de la intervención
estadunidense adoptó la forma de guerra al narcoterrorismo, mediante la
inclusión de facto de México en el “perímetro de seguridad” de Estados Unidos,
vía la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN)
y la Iniciativa Mérida, símil del Plan Colombia.
En el reparto del papel, la
representación nativa con fines propagandísticos y autolegitimadores
corresponde a Felipe Calderón, con sus dramatizaciones convenencieras, sus
ínfulas de artillero letal (“Vamos goleando al narco”, Calderón dixit), sus
purgas y sus irritados “Ya basta”. Igual que las confrontaciones bélicas de su
tutor Bush, la “guerra” de Calderón contra el “crimen organizado” y la
“impunidad” está envuelta en chantajes, despropósitos de tintes goebbelianos y
afanes de control hegemónico. Pero no hay que confundirse: el modelo de Bush
para México es el de la “colombianización” del país. En el marco de un sistema
que protege la corrupción-impunidad de las cadenas criminales incrustadas en
las instituciones del Estado, la banca y las grandes empresas, la receta es más
narcoparapolítica, mano dura, tortura, detenciones-desapariciones, guerra
sucia, mercenarismo, criminalización de la protesta social, militarización de
la sociedad. El objetivo de Estados Unidos es sumir al país en el caos y la
desestabilización para poder penetrar los organismos de seguridad del Estado,
diluir aún más la soberanía nacional y acentuar la dependencia.
En ese esquema de dominación,
tendiente a la conformación de una república bananera de nuevo tipo en México,
la narcoviolencia –con sus carros bombas fallidos, sus minisubmarinos
sicotrópicos de ocasión y sus pintorescas conexiones iraníes–, puede asumir la
forma del “enemigo asimétrico” y “desterritorializado”, necesario para colocar
al país en el contexto de una guerra infinita que derive en un estado de
excepción permanente. Para ello, como en Colombia, Washington y sus cómplices
locales vienen desplegando una guerra sicológica de largo alcance y recurren al
terrorismo mediático. Es decir, a la propaganda desestabilizadora de las
cadenas de radio y televisión bajo control monopólico, legitimadoras del
régimen, y funcionales a la hora de manufacturar hechos y consensos. Para allá
vamos. Sólo que, como en el caso del “choque de civilizaciones” huntingtoniano,
el comandante en jefe Calderón también podría ver su profecía autocumplida.