El rotundo rechazo de la cumbre del Grupo de Río
en Santo Domigo a la agresión
militar a Ecuador y el desmontaje
del gravísimo conflicto diplomático derivado de aquella, ha hecho sentir de nuevo el amargo sabor de la derrota a Bush, que anhelaba el incendio del área andina. Al revés, tuvo que
tragarse la manifiesta y vibrante voluntad de unidad, concertación y paz latinoamericana
y caribeña enarbolada en la
capital de Quisqueya.
La gran lección de la cumbre es la enorme capacidad
de diálogo y entendimiento
de los gobiernos de nuestra región, que por sobre
sus diferencias ideológicas –a veces antagónicas– pueden superar crisis aparentemente insolubles siempre y cuando las ventilen
sin la presencia de Estados
Unidos. La mejor prueba es que
días antes, en la sede de
la OEA en Washington, pese a que
por primera vez en su historia
todos condenaron a título individual una intervención de clara inspiración estadunidense, no fue posible traducirlo
en pronunciamiento colectivo
debido exclusivamente a las presiones yanquis.
En cambio, pese a que éstas aumentaron
vísperas de la reunión en República Dominicana, como le informaron al presidente Rafael Correa varios
de sus homólogos, terminaron estrellándose contra
la determinación mayoritaria.
Sobra razón al ecuatoriano cuando a la luz de esta
experiencia afirma que es necesario
crear una Organización de Estados Latinoamericanos donde no esté el imperio. Yendo a la historia se constata que la OEA nunca ha condenado una sola fechoría
yanqui contra nuestra América ni
ha defendido ninguna de sus causas justas.
Al éxito
de la reunión contribuyeron
así mismo otros factores decisivos. Los
más importantes, la
indeclinable y altiva defensa
de la soberanía ecuatoriana
y exigencia de una condena a su vulneración
mantenida por Correa y la unanimidad en la reprobación al ominoso precedente, incluyendo la resuelta postura de pesos pesados como Brasil y Argentina de no admitir bajo ningún
pretexto la violación de la
integridad territorial de otro
Estado, que dejaron aislado a Uribe. La diestra y diáfana conducción de la cita por el presidente
dominicano Leonel Fernández, creó el clima para que
una brillante y equilibrada intervención de Hugo Chávez la llevara, apoyada por las
de Daniel Ortega y Evo Morales, al punto de inflexión que alejó la sombra
de una guerra fratricida y condujo al inesperado final. La única actitud favorable a los pueblos latinoamericanos, una vez asegurada la censura de la cumbre al ataque armado contra Ecuador, era
no insistir en las grandes diferencias de enfoque enfrentadas en aras de distender
el clima bélico creado.
El histórico acontecimiento fue también resultado de los cambios políticos
que han
modificado la correlación
de fuerzas en América Latina
en detrimento del coloso
del norte y de la profunda
crisis de hegemonía –política,
militar y económica– que lo sacude.
Pero las raíces
del incidente, momentáneamente
desactivado por el Grupo de Río, se mantienen inalterables: el conflicto colombiano, fruto de una realidad
social y política muy injusta y humanamente devastadora, incentivado por el Plan Colombia/Patriota, núcleo de la febril trama estadunidense de subversión e injerencia militar en América del sur, apuntada a derrocar a los gobiernos de Venezuela, Ecuador y Bolivia y estrechamente enlazada con la feroz arremetida contra Cuba.
Frente a la derrota en Santo
Domingo el bushismo manifiesta
su insatisfacción, sube el volumen mediático al supuesto apoyo de Caracas y Quito a las
FARC utilizando las célebres computadoras milagrosamente sobrevivientes del
bombardeo de saturación y amaga con incluirlos en su lista de Estados
auspiciadores del terrorismo.
Quiere a toda costa reavivar
la tensión en la zona andina.
Por lo pronto, el 17 de marzo es la reunión
de cancilleres en la OEA, y ya
lo sentenció Correa, si no condena la agresión habrá que tirarla
“al basurero de la historia”.