El virus que llegó del norte
Carlos Ferreyra
30 de Abril,
2009
Hay gobiernos
que unen a la opinión pública. Caso paradigmático el de Miguel
de la Madrid, que en los terremotos
del 19 de septiembre 1985 se paralizó,
no supo qué hacer y dejó en manos de la Virgen de Guadalupe y
de los ciudadanos el rescate
de las víctimas y la recuperación de la Ciudad de México.
El juicio
popular, hasta la fecha, condena al ex mandatario por su ausencia
y evidente desinterés en el
destino de sus gobernados.
En la tragedia
que actualmente enfrentamos, el gobierno de
Felipe Calderón también ha unificado criterios, salvo en los
diarios donde se aprecia un reconocimiento
a las medidas, extremas, asumidas para enfrentar a la fiebre porcina.
Pero en las calles, la opinión es distinta. Muchos
relacionan la sorpresiva aparición de la plaga con las ya inminentes
elecciones del 5 de julio, mientras otros más aseguran
que se trata de distraer la atención de los mexicanos ante la grave crisis económica,
el creciente desempleo y el
incontenible aumento de asesinatos en las calles de las principales
ciudades del país. Los menos, sencillamente se preguntan quién se está enriqueciendo con la epidemia.
La respuesta
es simple, aunque podría ser terriblemente incorrecta: la patente del Tamiflú, el medicamento que recomienda la Organización Mundial de la Salud,
pertenece a Gilead Sciences, propiedad
de Donald Rumsfeld, ex secretario de Defensa de Estados Unidos. La fabricación y venta está a cargo de Laboratorios Roche, que gracias a
la tragedia esta semana aumentó 3.5 por ciento su
cotización en la bolsa de
Zurich.
En México, por cierto, el brote inicial se detectó en una granja de Perote, Veracruz, el 2
de abril. Los autores del descubrimiento fueron investigadores de Veratec, una empresa
estadunidense con sede en
Washington. El informe se entregó
a la OMS sin respuesta alguna.
Antes, se conoció
la posible existencia del mal en territorio estadunidense. Hubo diarios que así
lo publicaron pero tampoco merecieron reacción alguna, comprensible si nos remontamos al historial reciente de nuestros vecinos del norte en el manejo de virus aplicables a la llamada guerra biológica.
Después de los célebres atentados del 11 de septiembre fueron detectadas esporas de ántrax en las oficinas
de correspondencia del Pentágono.
En octubre, cuatro personas
murieron y 17 más resultaron infectadas.
Se encontraron
esporas de ántrax en otras oficinas públicas, donde murieron otras dos personas, inclusive
la Suprema Corte y los departamentos
de Estado, Salud y Tesoro, pero
nunca se estableció el origen de los supuestos
atentados, aunque en su momento se habló
de un descontrol en laboratorios
militares que manejaban esos elementos.
Por la misma época se supo de un brote de viruela
de procedencia inicialmente
desconocida. El problema, se
precisó poco tiempo después, tuvo como
fuente un laboratorio militar donde se conservaban cepas del virus de esa enfermedad, oficialmente erradicada en todo el mundo más
de 20 años antes. Algo así como
1979.
Acuerdos internacionales suscritos por Washington establecieron la obligación de su destrucción, pero Estados Unidos
y su contraparte, Rusia, decidieron eximirse del compromiso.
“Debemos estar preparados para el uso de la viruela como arma bioterrorista”,
amagó un funcionario
en Washington, durante una entrevista con la cadena de televisión estadunidense CBS, un mes después de que se registrara el primer caso de ántrax.
En Cuba, por
esas fechas se publicó un texto
donde afirma que Estados Unidos
tiene una larga historia de agresiones con armas biológicas contra la isla. Y enumera: en 1961-62, la “Operación
Mangosta” de la Agencia
Central de Inteligencia, la famosa
CIA, causó enfermedades a
los obreros de la caña de azúcar al esparcir químicos en los cañaverales. Al mismo tiempo intentó
contaminar el azúcar cubano.
Más tarde, la Agencia admitió que en los años 60 hizo una investigación
para afectar las cosechas de varios países bajo
el programa Mk-Ultra, pero aseguró que sus
registros habían sido destruidos y por tanto carecía
de toda posibilidad de proporcionar información al respecto.
Al final de la década, cuando Fidel Castro intentó conseguir una zafra de 10 millones de toneladas de azúcar, la CIA provocó lluvias torrenciales dejando los campos de caña secos (William Blum, Killing
Hope: U.S. Military and CIA Interventions Since World War II [Common Courage
Press, 1995]).
Después, introdujo la fiebre porcina africana en 1971. Como resultado,
Cuba sacrificó totalmente su población porcina,
medio millón de cerdos, base de la dieta de los isleños. Portavoces del gobierno cubano acusaron a Washington de lanzar
un ataque biológico.Seis años después, un periódico neoyorquino citando una “fuente
de la inteligencia” declaró
que ésta “había recibido el virus en un contenedor sellado y sin etiqueta en una base militar de EU con campo de entrenamiento
de la CIA en Panamá, con instrucciones de entregarlos a un grupo anticastrista” (“CIA Link to Cuban Pig Virus Reported”, Newsday,
10 de enero de 1977).
Una década más
tarde, introdujo una variedad de dengue en Cuba, que resultó en el contagio de 273 mil personas y murieran
158, de las cuales 101 eran niños. Un
artículo en Covert Action describía
los experimentos con dengue en el centro
de armamento químico y biológico del Ejército en Fort Detrkick, así como
sus investigaciones sobre el mosquito Aedes aegypti que lo transmite.
Dos años
después, un dirigente del grupo anticastrista Omega 7, Eduardo
Víctor Arocena Pérez, en un juicio en Maniatan, en el que fue sentenciado por el asesinato de un miembro de la misión diplomática cubana ante la Organización de Naciones Unidas, admitió que tuvo como
misión “introducir algunos gérmenes en Cuba para usarlos contra los soviéticos y contra la economía cubana, para empezar
lo que se ha llamado una guerra química”.
La información
fue publicada con todos los detalles de las actividades en el mencionado centro de armamento químico y biológico del Ejército
en Fort Detrkick.
El artículo,
de la revista Covert Action en 1984, señalaba que Cuba fue el único país
del Caribe afectado por esta
enfermedad, y concluía que “la epidemia del dengue pudo haber sido
una operación norteamericana encubierta”.
Las consecuencias
de las operaciones de la Agencia Central de Inteligencia, en
la que participaron activamente exiliados cubanos en Florida, fueron los brotes simultáneos de dengue hemorrágico y conjuntivitis hemorrágica, además del moho del tabaco, hongos en la caña de azúcar, así como
la epidemia de fiebre porcina africana, concluyó de su investigación el periódico (Covert
Action, otoño de 1984).
Aceptar que se trata
de una manipulación de
virus por laboratorios militares de Estados Unidos resulta poco serio, máxime
cuando ellos mismos han
resultado perjudicados. Sin
embargo, queda constancia
en sus propios medios de difusión del escasísimo cuidado
con que manejan este rubro de la temible guerra bacteriológica.
carlos_ferreyra_carrasco@hotmail.com