Cheques
Enrique Milanés
León Enrique Milanés León •
11 de Enero
del 2012
Un alambre
punzante divide Guantánamo.
Y aunque el mundo lo crea, no es cosa nueva. Allá por
1903 Tomás Estrada Palma, inaugurando un largo capítulo de robos, les arrendó a los yanquis,
a precio de feria y perpetua concesión, algo que no era suyo: la mejor tajada de aquella bahía.
Desde entonces, los «americanos» nos roban el mar, consiguiendo lo que mucho tiempo después creímos era una metáfora del despojo inventada por la fértil imaginación garciamarquiana.
El tiempo
pasó y pesó. Ayer hizo diez años
que el Gobierno de Estados Unidos, con una veintena de presos de estreno, relucientes reos color naranja, estableció allí la cárcel más cara del mundo.
La tortura a cada detenido le cuesta 800 000 dólares por año.
Nadie podrá calcular la internacionalísima factura de lágrimas.
El verdugo
no solo es mudo; también
calla a la víctima. La insensatez
que se aprecia es apenas la nariz de un iceberg de vidrio hiriente y de gélida alma. Se sabe que junto a presuntos
terroristas allí fueron a parar ancianos con demencia senil, maestros, granjeros, adolescentes sin causa probada ni
bombas probables.
Omar Kahdr
fue detenido en Afganistán con solo 15 años. Lo llevaron al pedazo oscuro de Guantánamo. Le hicieron de todo: le encarcelaron el sol, le quitaron a su astro
toda condición «real» y el derecho del descanso. Omar no tenía noches y vivía condenado a la luz eterna, la vigilia sin fin, el destello inacabable que para muchos preludia
la muerte. No había luna ni estrellas
posibles para él.
Es solo un caso. Dicen que
aún quedan allí 171 «combatientes enemigos». Tal vez nunca se sepa
claramente cuántos son. Tal vez la cifra
exacta sea lo de menos. Es mucha
cárcel esa cárcel; condenó a pena capital la palabra de Obama
(promesa que murió indignamente, sin combate); esa prisión
se bebió de un trago brusco a Ginebra con todo y Convención; esa cerca burló
en alambres torcidos los derechos más
humanos.
A la vista del crimen, Cuba es una Guajira Guantanamera que lleva más
de un siglo cantando décimas rebeldes, entre versos libremente sencillos de Martí, para arrancar de su tierra la huella
de bota y la mala semilla.
Cada año Washington hace un papel a La Habana para pagar
su presencia. Y la Isla no cobra esos cheques de 4 085 dólares. La dignidad no se alquila. Cuba los colecciona para mostrarlos en un museo que aún
no existe: el que abrirá allí mismo,
en aquel lado de Guantánamo, cuando Estados Unidos libere el pedazo de bahía que manchó
de naranja.