El deshielo de Obama
León Krauze
Desde la derrota de su partido en noviembre, Barack Obama ha tomado dos decisiones admirables e históricas: el decreto que retiró la amenaza de la deportación para casi 4 millones de indocumentados y, ahora, el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Cuba. Al reabrir la embajada en La Habana, Obama pone punto final a uno de los mayores errores de la diplomacia de Wa-shington en el siglo XX. “El aislamiento no ha funcionado”, dijo Obama explicando el tropiezo que, por distintas razones, había permanecido como inmutable política de Estado desde hace más de medio siglo. Y aunque la medida de Obama no acaba con el embargo a Cuba, sí implica un paso gigantesco que muy probablemente desembocará en el deshielo absoluto.
En Estados Unidos, la noticia ha sido recibida con un entusiasmo casi unánime. En el fondo, no hay sorpresa: sondeos hechos este año indicaban que una mayoría de estadounidenses (56%) dice estar a favor de normalizar las relaciones con La Habana. En la Florida, cuna del exilio cubano, 68% de los cubano-americanos apoyan lo que ahora es un hecho. Para Obama, la decisión debe haber sido relativamente sencilla. También debe haberle ayudado el cálculo electoral. El partido demócrata necesita del voto hispano en 2016, pero también necesita tratar de asegurarse la Florida para la elección presidencial. Barack Obama ganó ahí en 2012 por menos de 100 mil votos. En 2016, el asunto podría complicarse, sobre todo si el candidato es Jeb Bush, quien fuera gobernador del estado de 1999 a 2007 (y quien habla, por cierto, perfecto español).
Al acercarse a Cuba de manera definitiva e histórica, Obama le da una oportunidad de oro al candidato demócrata (candidata, quise decir) para hacerse de un estado valiosísimo en términos electorales. En suma, lo que Obama ha hecho, en función de la política estadounidense, es ganar-ganar-ganar. Nada mal para un presidente que parecía acabado.