se puede (a veces)

 

Por: JUAN ESTEBAN CONSTAíN

 

07 de Noviembre del 2012

 

Siempre que ocurre una elección popular en cualquier lugar de la Tierra, se oye la frase consabida y ritual: "Ante todo es un triunfo de la democracia". La dicen los que ganan, por supuesto, pero también los que pierden. Los elegidos y los electores, los buenos y los malos, los niños y las niñas. Luego se habla de otra cosa, de la guerra o la paz, de la economía, de lo que vendrá, de lo dura que fue la campaña y lo dignos que fueron los rivales. Pero que quede claro: Ante todo es un triunfo de la democracia.

 

Hay momentos, sin embargo, en que esa frase no es cierta. Y la historia los ha atesorado con cinismo y vocación de amante; se los sabe de memoria, los puede ir narrando y recordando uno por uno. Momentos en que la democracia sirvió (y servirá) para que triunfara todo lo contrario de lo que ella significa: la intolerancia, el despotismo, la arbitrariedad, el autoritarismo, el odio por la democracia. El voto popular ha sido muchas veces el instrumento favorito de los tiranos y los dictadores.

 

Se trata de una de las grandes paradojas y uno de los grandes peligros de la democracia como forma de gobierno: que a veces el pueblo se equivoca -si lo hace el mal gobierno es su castigo, su mala suerte es un merecido lastre- y sus mayorías pueden abrazar e imponer con fervor, con fanatismo, las causas más estúpidas y brutales. Aun aquellas que son la negación misma de los valores de la democracia, tan frágiles.

 

Es lo que Jacob Talmon, un maestro olvidado, llamó "el totalitarismo democrático": la dictadura implacable de las mayorías, el triunfo de una multitud extraviada que va camino de la horca, sin saberlo, blandiendo panderetas, bailando, risueña e infeliz. También lo dijo Carlyle en una frase demoledora, citada varias veces en esta columna: la democracia puede ser el caos provisto de urnas electorales.

 

Por eso los grandes filósofos de la democracia contemporánea, tras el horror del nazismo, aclaran que no basta con tener elecciones populares ni las urnas abiertas y voraces. No: la democracia es un sistema de valores, casi una concepción del mundo que exige mucho más que votos: respeto por las minorías, tolerancia, libertad, en pocas palabras: un compromiso moral superior a los aplausos. Por eso no siempre que hay elecciones triunfa la democracia. No siempre.

 

Pero a veces . A veces la democracia permite el asombroso triunfo de quienes la encarnan de verdad; juzguen ustedes si eso es bueno o malo. Ocurrió antier en los Estados Unidos, por ejemplo, donde Barack Obama ganó por segunda vez las elecciones presidenciales de su país, el más poderoso de la Tierra. Y lo hizo enfrentado a quienes creen que el mundo es todavía la Cabaña del Tío Tom y que Darwin y el Estado son un invento maligno de los masones y los comunistas.

 

Claro: Obama es el presidente de los Estados Unidos, la cabeza de un imperio. Y allí no se llega leyendo libros ni diciendo la verdad. Y hay poderes que lo exceden y lo condicionan, e interese creados, y maldad, y mentiras, y desempleo, y la crisis, claro, todo eso. Pero dado que así son las cosas y que siempre lo serán -si el mundo fuera perfecto no existiría, para qué-, yo prefiero mil veces a un tipo así.

 

Así: inteligente, valiente, liberal en el verdadero sentido de la palabra. Un tipo que aun siendo quien es se atrevió en su campaña a hablar del Estado, y a recordarles a todos que él está allí para eso: para que la esperanza no sea siempre un acto más de cinismo y de maldad.

 

A veces la democracia es un triunfo de la democracia, el fracaso de sus dueños. Y hay días, como el martes, en que no debería darnos vergüenza ser ingenuos. A veces, solo a veces, vale la pena creer que se puede.

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