Editorial: Muerte a la pena de muerte

 

EDITORIAL

 

25 de Septiembre del 2011

 

Estados Unidos no es el país del mundo con mayor número de ejecuciones legales, triste privilegio que corresponde a Irán. Pero los estados norteamericanos ocupan el primer lugar del hemisferio occidental en aplicaciones de la pena de muerte. La última se produjo la semana pasada, cuando Troy Davis, un negro de 33 años, recibió una inyección letal en Georgia. Estaba acusado de asesinar a un policía en 1989. Davis mantuvo hasta el último momento su inocencia, soportada por serias dudas: los únicos elementos de juicio contra él eran nueve testimonios, siete de los cuales rectificaron su primera versión. Sorprende la tenacidad con que Estados Unidos se aferra a este anacrónico castigo, que tiende a desaparecer. En Alemania se prohibió en 1949, en Gran Bretaña en 1969, en Francia en 1969 y en España en 1995. En cambio, Estados Unidos, que lo había abolido, volvió a permitirlo en 1976. Desde entonces, y hasta enero del 2011, ha ejecutado a 1.270 reos.

 

No solo sorprende el número (cerca de tres mensuales) sino la incidencia racial en los procesos. Según el Centro de Información sobre la Pena de Muerte, aun cuando los blancos ejecutados doblan el número de los negros, cuando la víctima del crimen es un blanco se triplican las posibilidades de aplicación de la pena capital. Algo más: a principios del 2011 había 3.251 en el pabellón de la muerte; de ellos, el 54 por ciento eran negros o hispánicos.

 

Hay muchos argumentos contra las sentencias de muerte, y todos han sido esgrimidos. El papa recordó, al oponerse a la ejecución de Davis, que solo Dios puede disponer de la vida. Otros la denuncian como un ejemplo extremo de crueldad, cuya mera existencia vulnera la dignidad humana. Desde el punto de vista de la ética, se considera que es una forma legalizada de la venganza, una ley del Talión disfrazada. Siempre se ha dicho, además, que un castigo irreparable exige un juez infalible, circunstancia que no se da en el imperfecto mundo de los humanos.

 

Aparte de consideraciones filosóficas, abundan las razones científicas contra la punición máxima. El 88 por ciento de los criminólogos afirman, basados en estadísticas, que no reducen los índices de homicidios. Es lamentable, pues, que persista una institución cruel, inhumana e inútil, y que algunos congresistas la propongan en Colombia para ciertos delitos.

 

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