Horrendo experimento

 

Editorial

 

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De 1946 a 1948, en Guatemala, médicos del servicio de salud pública estadounidense, obviamente con la aquiescencia de las autoridades civiles y militares guatemaltecas, infectaron intencionadamente con sífilis y gonorrea a, por lo menos, 1,500 personas para estudiar los efectos de esas enfermedades venéreas y cómo la penicilina podía combatirlas, según un estudio de Susan Reverby, profesora de la Universidad de Wellesley.

 

El objetivo del referido experimento era indagar nuevas fórmulas para prevenir las enfermedades de transmisión sexual (gonorrea, sífilis, chancroide o chancro blanco). Para el efecto, fueron utilizadas prostitutas portadoras de gonorrea o sífilis para contagiar a presos y enfermos mentales. Cuando los responsables comprobaron que muy pocos hombres habían sido contagiados, se inoculó la bacteria de la sífilis en el pene, el brazo o la cara de las víctimas, quienes jamás dieron su consentimiento ni fueron informados antes o después.

 

Según la profesora Reverby, a la mayoría de los inyectados se les dio penicilina tras contraer la enfermedad, aunque no se determinó si alguno de los contagiados se curó o recibió un tratamiento adecuado. Aparentemente uno murió.

 

El doctor John Cutler fue uno de los médicos estadounidenses que formó parte del equipo que llevó a cabo el experimento en Guatemala. Este era funcionario del Servicio de Salud Pública de los EE.UU. y, asimismo, participó en el proyecto Tuskegee, realizado en los años sesenta, que consistió en negar el tratamiento a cientos de ciudadanos negros de Alabama, que ya estaban contagiados con sífilis, para observar el desarrollo de la enfermedad.

 

Ante estas revelaciones, el Gobierno estadounidense pidió perdón al guatemalteco. Este último anunció una investigación, que, en nuestra opinión, debería ser auspiciada y patrocinada por ambos gobiernos.

 

Sin duda, este horrendo experimento es un crimen de lesa humanidad que amerita ser investigado a fondo, a fin de que se desentrañe la verdad histórica y que se conozca, además de quiénes fueron los responsables, quiénes fueron las víctimas, para que ellas o, en su defecto, sus familias sean debidamente resarcidas.

 

En el marco de las Naciones Unidas, el Gobierno estadounidense también debería hacer un mea culpa y comprometerse a no volver a alentar y patrocinar este tipo de horrendas prácticas.