Verano en los límites
Lluís Bassets
27 julio, 2011
Queda una semana. Ninguna de las dos partes quiere ceder ni una pulgada.
Un presidente demócrata como Obama no puede recortar drásticamente los gastos sociales sin incrementar los impuestos a los más ricos: se juega
su futuro político. Tampoco van a ceder unos congresistas
ultraconservadores, que han jurado
ante sus electores que jamás apoyarán
un incremento de los impuestos: quieren un gobierno reducido y nada les apetece más que
impedir al presidente que gobierne. Sólo
hay un argumento que al final puede resultar convincente para unos y otros:
si el día 2 de agosto no se han puesto de acuerdo sobre el techo de endeudamiento, de forma que el gobierno pueda cumplir con sus compromisos, la superpotencia americana hará suspensión de pagos. Detrás de una catástrofe
de esta envergadura llegarán otras, que afectarán a las bolsas, a la deuda americana
y al dólar. También al conjunto de la economía mundial: tiene ya repercusiones en Europa, donde no terminamos de levantar cabeza después de superar el bache de la semana pasada, y ahora quizás en razón de la incertidumbre que viene de la otra orilla de Atlántico.
Vivir en el límite, desafiarnos unos a otros al juego del
gallina (lanzarse a toda velocidad hacia el abismo para ver quién
es el primero que frena antes de despeñarse), se ha convertido en
el deporte generalizado en
la globalización desgobernada.
Israelíes y palestinos nos vienen dando
reiteradas pruebas de esta actitud y ahora se han marcado
ellos mismos su propio límite,
el momento de la verdad que en su caso
obligará a todos los países de Naciones
Unidas a retratarse: en septiembre la Autoridad Palestina pedirá el reconocimiento como Estado a la Asamblea General de Naciones Unidas e Israel pedirá al Consejo de Seguridad que ejerza
su derecho de veto. Los europeos hemos dado desde hace un
año y medio nuestras propias pruebas de este juego de riesgo, aplazando una y otra vez las
medidas que podrían frenar la crisis de la deuda soberana declarada a principios de 2010 en
Grecia. Y cuando hemos conseguido unos buenos acuerdos
que podrían servir para empezar
a enderezar la economía, llega desde Washington la tormenta entre demócratas y republicanas que amenaza a la economía global y erosiona la confianza en el propio acuerdo europeo.
En estos
y en muchos otros casos podemos comprobar
cómo la política, que era el arte de la acción de gobierno, se está convirtiendo en el arte de la inacción:
impedir que el gobierno actúe, evitar que se tomen
decisiones. O el arte del desgobierno: conseguir desde la oposición que el gobierno no gobierne. Bloquear y paralizar son los
verbos que más se conjugan en estas situaciones. El tráfico con el derecho de veto es la más sublime de las tretas de este arte. La tarea de la oposición no consiste en ofrecer permanentemente a los ciudadanos un
programa alternativo y demostrar que la alternancia política está siempre dispuesta,
sino poner tantos palos en las ruedas del carro del gobierno como sea posible. La primera y más elemental regla de la política contemporánea exige, al día siguiente de la elección, deslegitimar al vencedor, demostrar que no puede gobernar
y que todo lo que haga gobernando
será enmendado en cuanto llegue la oposición. El resultado de esta oposición en los límites es
que apenas tendrá credibilidad cualquier petición de adelanto electoral si lo que se ha pedido desde el día siguiente
de unas elecciones son unas nuevas elecciones,
con distinto desenlace, naturalmente.