Después de Bin Laden
Occidente debe depurar
los aspectos negativos segregados en su autodefensa contra la yihad
EDITORIAL
04/05/2011
La desaparición
física de Osama Bin Laden debería
dar también lugar a la desaparición de los desastres políticos
que ha protagonizado. Y también de los
que ha provocado. La
conversión del terrorismo en el núcleo vertebrador de un nuevo tipo de guerra masiva y devastadora, cuyo único campo de batalla es la sociedad
civil y cuyas principales víctimas, anónimos ciudadanos indefensos, occidentales o no, musulmanes o cristianos, es la principal aportación del líder de Al Qaeda
a la historia de la perversión
universal. Pero no la única:
el cínico aprovechamiento
de Estados débiles, corruptos e inviables; la elevación a categoría de actor político de una red de delincuencia clandestina -más bien de una
franquicia criminal con coartada
religiosa- o el intento de consagrar como ley internacional las fantasías más
fanáticas son otras de sus contribuciones.
Los musulmanes
han sido
los primeros en enterrar ese legado
de Bin Laden, incluso antes de muerto.
Así lo han
hecho las revoluciones árabes inspiradas en principios democráticos, antítesis de la doctrina teocrática y dictatorial
pregonada por el fundador de Al Qaeda. Le corresponde
ahora a Occidente depurar los aspectos
negativos del contralegado que ha segregado en su autodefensa contra el yihadismo.
No se defienden los derechos humanos restringiéndolos o encapsulándolos,
siquiera temporalmente. La angustia ante el terror, la histeria
de ella derivada
y el sentimiento de excepcionalidad
son comprensibles, pero no operativos en el largo plazo.
Estados Unidos que,
sobre todo con George W.
Bush, decretó un estado de excepción mundial permanente y validó la tortura, las detenciones
extraterritoriales y las guerras ilegales debería reflexionar sobre el hecho de que la exitosa operación contra Bin Laden se ha desarrollado
después de que todos esos postulados
políticos hayan periclitado. Y, seguramente
gracias a ello, Guantánamo ha hecho mucho más por la deslegitimación
de la democracia que por su victoria.
El conocimiento
exacto de lo ocurrido en Pakistán permitirá en su momento conocer
hasta qué punto Obama ha sido escrupuloso en el uso
de los métodos legítimos de que disponen las democracias
para combatir a sus enemigos, que
no pueden establecer excepciones al principio según el cual el fin no justifica los medios.
Y, sin
embargo, sería difícil negar que EE UU
está legítima y legalmente en guerra defensiva contra Al Qaeda. Así lo reconoció
Naciones Unidas en su resolución posterior al 11-S.
La actuación del comando que dio
muerte a Bin Laden sería pues un acto más
de la misma. Y aunque el yihadismo haya tratado de borrar las fronteras entre
el asesinato y la acción militar, entre el Estado y la mafia religiosa, entre la imposición y el respeto, nadie sensato debiera hacerle el juego. Interrogarse sobre la legitimidad de los propios actos
es el primer imperativo de
la cultura liberal.