Libia, Kosovo, Irak
Lluís Bassets
30 marzo,
2011
Al hilo
del discurso de Obama sobre
Libia, ahí van algunas reflexiones sobre la intervención militar de la coalición que está atacando
a Gadafi para aplicar la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
1.- A los neocons
les gusta que Obama utilice la fuerza para defender a quienes se enfrentan a los dictadores. (Siempre es agradable y vistoso contemplar como la máxima
fuerza se pone al servicio
del bien).
Pero no les gusta que se someta a la autorización del Consejo de Seguridad en vez de bastarle la del Congreso o incluso de sus poderes presidenciales.
(El bien requiere
una cierta exclusiva moral por parte de quien lo administra).
Tampoco les gusta que abandone su protagonismo
a favor de Sarkozy y el liderazgo a favor de la OTAN. (La exclusiva también debe ser estética: el bueno debe ser también quien mejor
queda).
Y lo que
menos les gusta es que no quiera
terminar con Gadafi en una jaula y los
marines desfilando por Trípoli. (El neocon quiere el happy end)
2.- A los neocons
les gustaría sobre todo que esta
guerra de Libia sirviera para convalidar
la guerra de Irak. (Ahí aparecen mezquinamente cargándose retrospectivamente de razón).
Demostrar que Naciones Unidas sigue siendo
igualmente irrelevante que entonces. (Más carga todavía).
Que la misión es la que debe
determinar la coalición, tal como
enunció Rumsfeld, no lo contrario
tal como actúa Obama: no vamos a derrocar a Gadafi para no dividir a la coalición. (Y sigue).
Y finalmente,
que derrocar a Gadafi es tan necesario
y benéfico como
derrocar a Sadam, de forma que todos los
medios utilizados para hacerlo serán
buenos. (Con lo que queda cerrada la demostración).
3.- Todo esto
es una sarta
de manipulaciones y falacias,
que esconden un hecho indiscutible: en la guerra de Irak fue la Casa Blanca quien tomó la primera decisión y puso la voluntad de ir a la guerra para derrocar
a Sadam, y de ahí se derivaron todos los otros acontecimientos
encadenados; en Naciones Unidas, en las Azores y al final sobre el terreno.
En Libia
la iniciativa la tomó la gente que se levantó
contra Gadafi y la actitud inicial europea y estadounidense fue de un verlas venir
primero que se fue convirtiendo muy lentamente en una voluntad política dirigida a evitar la matanza. Y fue
el plus de voluntad de Sarkozy el que
decantó la balanza in
extremis.
4.- El paralelismo más interesante de la intervención en Libia en cuanto a los móviles
lo tenemos en los Balcanes, donde inicialmente tampoco había voluntad de intervenir y donde los vicios de simetría
entre Milosevic y quienes
le combatían eran todavía mayores que los que
todavía hacen algunos al referirse a Gadafi y a los rebeldes y al catalogarlos meramente por sus
diferencias tribales.
El bombardeo aéreo de la OTAN sobre Serbia es lo que más
se parece a las acciones de estos días sobre Libia. Pero hay algunas diferencias: en aquel caso no había
autorización de Naciones Unidas. En el actual, además, se
ha aprendido las lecciones de entonces y algunas otras: la coalición está cuidando al máximo los objetivos militares
para no producir víctimas civiles. Sabe que sería una
paradoja insoportable que se matara a civiles en nombre de la protección para la que se ha recibido el mandato de Naciones Unidas.
La intervención
militar en Libia tiene elementos en común con la primera guerra del Golfo:
legitimidad y amplia coalición; y con la de Kosovo: legitimidad
moral, sin poner pie a tierra.
Pero difiere en algo de ambas e incluso de la ilegal de Irak: tiene un
objetivo inestable: proteger a la población civil sin
derrocar al tirano es algo circunstancial
que requiere acciones posteriores, sean militares o no.
5.- Todas las
intervenciones militares tienen siempre algo en común, que las hace
antipáticas y difíciles de aceptar: se sabe como empiezan pero
nunca como terminan. Por más dirección política que se construya, la conducción de las acciones bélicas
siempre es accidentada y errática, al albur de circunstancias incontrolables. Por eso no merecen aplausos ni
entusiasmos, tengan o no autorización de Naciones Unidas. El uso
de la fuerza, la más legítima del mundo, no puede hacerse sin la mayor gravedad y sobriedad expresiva. Nada puede haber más
triste para un político, un Gobierno, o un Parlamento, que mandar a sus conciudadanos
a matar y morir.