El genio regresa a la lámpara
Lluís
Bassets
15 abril,
2010
Franklin
Delano Roosevelt fue el responsable
de que el genio saliera de la lámpara. Y es un
sucesor suyo, Barack Obama,
quien quiere obligarle a regresar de nuevo al interior del mágico artefacto. Al presidente demócrata que se enfrentó a la Gran Depresión, la
mayor recesión económica del siglo XX, con su despliegue de políticas sociales o New Deal, se
debe también el programa nuclear norteamericano, inicialmente pensado para enfrentarse a la Alemania nazi. Bautizado como Proyecto Manhattan, y desarrollado
sobre todo en el laboratorio de Los Álamos, de aquella iniciativa de la Casa
Blanca surgieron las armas que otro
presidente, Harry Truman, ordenó
lanzar sobre Hiroshima y
Nagasaki y que luego fueron la espoleta de la carrera armamentística y de la guerra fría. Por
un capricho de la historia, a un presidente como Obama, que ha querido seguir los pasos de Roosevelt en los métodos
para atajar la crisis económica e incluso en su idea de un cambio de era política, le corresponde enarbolar como objetivo de la humanidad la desaparición de las armas nucleares.
El historiador
Garry Willis considera, en su
reciente libro Bomb power
(El poder la bomba), que la adquisición de un poder de destrucción total como es el nuclear ha conducido a una transformación que "alteró las más
profundas raíces constitucionales" de la presidencia
norteamericana. La concentración
de poder en manos del presidente en detrimento del legislativo y del judicial, el estado
de emergencia permanente en
que se sitúan los mecanismos de la seguridad o el desarrollo de las agencias de inteligencia, así como el peso creciente de los secretos de
Estado, se explican por el enorme poder de destrucción que se acumula en manos de una sola persona. Los efectos del arma nuclear sobre la presidencia norteamericana se reprodujeron luego en las estructuras
de poder de todos los países que la fueron
adquiriendo. Una superpotencia es un país que cuenta
con un gobernante autorizado
a pulsar el botón que desencadena un ataque nuclear,
labor para la que cuenta con un maletín de comunicaciones encriptadas que transporta un auxiliar, normalmente militar, que le acompaña a cualquier lugar donde se desplace el mandatario en cuestión.
Poseer el arma nuclear ha sido
y sigue siendo el signo máximo de poder soberano y de obligación de respeto por parte de amigos y adversarios. En las complejidades
de la fisión del átomo y de
su aprovechamiento para construir vastos arsenales de cohetes, preparados para destruir el planeta entero varias veces, se concentran los dos enigmas que rodean a la soberanía: su carácter
mismo de arcano accesible únicamente a unos pocos y su
identificación con el poder
del soberano, que significa el derecho a la vida y a la muerte que detenta uno
solo sobre el resto de los mortales.
Por más que
sean evidentes los peligros que entrañan
la proliferación nuclear y la diseminación
incontrolada de los materiales
fisibles, los 20 años transcurridos desde que terminó la guerra fría demuestran
cuán difícil es conseguir que
el genio nuclear regrese a
la lámpara de donde salió hace 70 años.
El servicio a la paz proporcionado por el pánico reverencial
a este tipo de armas, utilizadas una sola vez en la historia, puede revertir ahora en el máximo peligro posible para la entera humanidad, sobre todo si
caen en manos de grupos terroristas. Pero las resistencias
a desandar el camino son colosales por parte de todos los países que las poseen,
empezando por la primera superpotencia, que es además
la que ahora protagoniza una excepcional primavera a favor de la desnuclearización
del mundo.
Obama ha podido
encadenar su nueva doctrina nuclear con la
firma del tratado revisado de reducción de misiles estratégicos (START) con Rusia, la Cumbre sobre Seguridad Nuclear de
Washington y la próxima revisión
del Tratado de No Proliferación,
gracias a que ha garantizado
las inversiones que mantendrán intacta la capacidad disuasiva de su país durante las
próximas décadas. Pero basta el ejemplo
de Francia, que formalmente no puede disentir de los objetivos de
Obama, pero ya ha mostrado su incomodidad
ante un horizonte que la deja sin otra de las tres cartas
que la diferenciaban como potencia con vocación mundial (la primera, su paridad
con Alemania en votos en las instituciones de la UE, ya la perdió
en el Tratado de Niza, por lo que sólo
le quedará el derecho de
veto en el Consejo de Seguridad).
La contorsión para meter al
genio en la lámpara es tan difícil que ni siquiera la terminará Obama. Probablemente tampoco será ninguno de sus inmediatos sucesores quienes sufran la merma de los poderes presidenciales al quedar desposeídos del arma suprema.
Al torcerle el cuello al genio nuclear queda en evidencia la mayor de las paradojas: sólo resultará si lo decide la mayor superpotencia militar de la historia, y sólo lo decidirá si lo hace su presidente
gracias a los vastos poderes
presidenciales que le proporciona la posesión del arcano máximo
del poder.