Una Autoridad Mundial sobre el Clima
By
José Ignacio Torreblanca
21/12/2009
La cumbre
de Copenhague era la última
oportunidad que los casi 200 Estados que forman la comunidad
internacional tenían de demostrar que podían
ser parte de la solución al problema
del calentamiento global. Lamentablemente, después de lo visto en Copenhague, se ha puesto de manifiesto que los Estados son una gran parte del
problema. Ha llegado pues el momento de dar un salto
cualitativo y comenzar a pensar en cómo expropiarles de la capacidad de decidir acerca del futuro del planeta.
Suena revolucionario pero no hay que alarmarse: en el fondo, la política sólo consiste
en decidir cuánta autoridad queremos asignar a qué nivel
para resolver qué problemas. Para los políticos,
la política es el arte de
lo posible, pero para los politólogos la política no es olfato, sino ciencia.
Y si algo
sabemos es que los diseños institucionales importan, es decir, que
las posibilidades de
resolver los problemas están
íntimamente ligadas a los mecanismos que utilicemos para tratar de solventarlos. El
Estado español ha renunciado
a emitir su
propia moneda, delegando esa competencia
en una autoridad monetaria supranacional: gracias
a que el Gobierno no puede darle a la máquina de fabricar billetes para salir
de la crisis, la crisis no es más
grave aún.
Sólo tenemos un
planeta, pero lo gestionamos mediante un sistema de gobierno ridículo basado en un concepto caduco llamado soberanía. En su momento, la soberanía fue un
invento útil para poner fin a las guerras de religión e imponer una única autoridad
central a los señores feudales.
Pero hoy en día, a la hora de gestionar la cuestión del cambio climático,
los Obama, Jiabao, Medvédev,
Singh y Lula no se diferencian mucho de aquellos señores de la guerra empeñados en preservar su autonomía
aun a costa del desastre colectivo. En Somalia gobiernan múltiples
facciones que sólo velan por
sus propios intereses y lo llamamos Estado fallido. ¿Cómo
definimos nuestro sistema climático, donde nadie vela por los intereses colectivos? ¿Un planeta fallido?
Copenhague podía haber
acabado de otra manera, sí: igual
que Estados Unidos y Rusia han sido capaces
de alcanzar grandes acuerdos de desarme nuclear,
China y Estados Unidos podían haber alcanzado
un acuerdo de largo alcance,
comprometiéndose a reducir las emisiones mediante
acuerdos vinculantes sometidos a verificación y un régimen de sanciones que lo respaldara. También podíamos haber visto
a los 168 Estados ponerse
de acuerdo en un sistema descentralizado de gestión climática en el que cada Estado cumpliera voluntariamente unos objetivos muy ambiciosos
con una mínima coordinación. De hecho, hay precedentes de acuerdos similares (como
las comunidades de regantes de Valencia, cuyo estudio ha sido crucial en el Premio Nobel de Economía recientemente concedido a Elinor Ostrom). Pero las dos posibilidades eran muy improbables.
La vida
está plagada de casos en los que la suma de decisiones racionales desde el punto de vista individual conduce al desastre
colectivo: desde las carreras de armamento hasta la deforestación de la Amazonía, pasando por los pánicos bancarios o la extinción de las anchoas del Cantábrico, la inexistencia de acuerdos vinculantes para las partes y una
autoridad superior que los
supervise suelen estar en
la raíz del fracaso. El caso del cambio
climático es el paradigma de un sistema de toma de decisiones estructuralmente sesgado para producir resultados
subóptimos.
Curiosamente, la Unión Europea, a pesar de haber
quedado marginada por la pelea entre Estados Unidos y los emergentes, tiene dos tipos de tecnologías clave para resolver el problema del cambio climático. El primer conjunto de tecnologías engloba los sistemas de comercio de emisiones (perfectibles pero que abren una
importante vía); su capacidad de innovación tecnológica tanto en la mejora de eficiencia energética como la captura
de carbono y su experiencia en el recurso a medidas de fiscalidad verde. Son tecnologías claramente exportables, que ya han conseguido que Europa sea líder mundial en eficiencia, reducción de emisiones, energías renovables, fiscalidad verde, etcétera.
Pero
la tecnología más importante de la que dispone Europa es la institucional. Por todo lo que la
criticamos por su irrelevancia en el mundo, la UE es
la prueba palpable de que es posible dar
soluciones supranacionales efectivas a problemas que enfrentan intereses
irreconciliables de los Estados.
Europa resolvió la rivalidad franco-alemana, que tantos millones
de muertos costó, con una fórmula imaginativa
y equitativa de acceso y reparto de la producción de carbón, acero y energía nuclear. Hoy en día, parece evidente que sólo una
autoridad supranacional que fuera capaz
de fijar y recaudar impuestos verdes de forma global
y repartirlos de forma equitativa,
financiando con dichos recursos las adaptaciones
e innovaciones tecnológicas
necesarias, podrá prevenir el calentamiento global.
Así que, por una
vez, Europa tiene algo parecido
a una solución ideal.
Sólo falta que sea capaz
de venderla. ¿Mi predicción? El planeta
se calentará. jitorreblanca@ecfr.eu