El peso de la palabra
By Lluís Bassets
10/09/2009
Ante la dificultad, la palabra, el arma política por excelencia
de la democracia. La palabra
puede servir para enmascarar, entretener o mentir. Sobre todo cuando
surge verticalmente de una voz única que
no admite respuesta. Pero también puede
servir para otras tareas como explicar, argumentar y convencer, que sólo se dan cuando
se hallan sometidas al libre escrutinio y control de los ciudadanos en una democracia parlamentaria o, como
se quiere ahora, deliberativa. Es la palabra como diálogo y conversación democrática, complemento del
sufragio, en la que los dirigentes tienen una responsabilidad
especial, proporcional al alcance
y potencia de su voz.
Cada vez que Barack Obama se ha encontrado en una circunstancia comprometida ha recurrido a la palabra. Ya sucedió durante su campaña electoral y eso ha hecho esta
pasada madrugada con su discurso dedicado
a la reforma del sistema de
salud, para el que ha elegido la fórmula solemne y singular de dirigirse a las dos cámaras, Congreso y Senado, en sesión especial, como sólo se hace
obligatoriamente una vez al año en el Estado de la Unión.
La ocasión lo merece:
el envite es probablemente el de mayor peso específico
de su programa electoral, como mínimo en política interior, y el
que dejará más impronta en su presidencia. Los cien días
de gracia están ya lejos, las
encuestas registran una velocidad de caída en popularidad vertiginosa y, para postre, su proyecto
de reforma se ha convertido
en el banderín de enganche
de la oposición republicana,
escocida y desorientada desde su derrota
en las urnas. La reforma enerva los reflejos más
conservadores e individualistas
de los norteamericanos de todo bordo, que
desconfían por principio de la intervención del Gobierno y prefieren
en principio apañárselas cada uno con sus
asuntos de salud y dinero. Obama no quiere tan sólo conseguir la contorsión improbable de construir
un sistema de salud que no deje
a casi 50 millones de ciudadanos fuera de cobertura sino que quiere hacerlo
reduciendo en el largo plazo
su elevado coste. Esta dificultad en vez
de suscitar apoyos contribuye a la desconfianza, al igual que la complejidad
de las fórmulas contribuye a la incomprensión.
Los instintos libertarios
tan arraigados conducen a una conclusión quietista: mejor nos quedamos como estamos.
Obama ha cometido
fallos evidentes en la presentación de su reforma. Ha dejado demasiado margen al Congreso y ha querido que fuera por
consenso bipartidista. Su falta de decisión y definición ha sido aprovechada por la extrema derecha, que ha encontrado el campo abierto para relanzar
a sus agitadores a la movilización, recurriendo a la falsificación y a la mentira con increíble soltura. Los medios, sobre todo
los ultraconservadores, se han llenado
de bulos como
que la reforma promueve el aborto, la eutanasia y unos paneles de la muerte donde se decidirá si ancianos y discapacitados
tienen derecho a seguir viviendo. El aperitivo al discurso de esta madrugada ha sido la campaña en la que los conservadores
han discutido
el derecho del
presidente de los Estados Unidos a dirigirse a los escolares de su país para estimularles
en la aplicación y el estudio.
La llegada de Obama a la Casa
Blanca significa un momento excepcional en la reciente historia de EE UU. También lo ha sido su instalación presidencial y sus primeros meses
hasta llegar a la encrucijada de ahora. Pero no bastan una campaña electoral y un presidente excepcionales
para hacer una presidencia excepcional, que exige también resultados
excepcionales. En muchos casos, lo único que se puede
conseguir es una mera gestión
razonable de los problemas más que
su resolución milagrosa. Los problemas
no desaparecen sino que se transforman, y lo que debe hacer
un gobernante es mantenerlos bajo control y poner en marcha estrategias para su disolución.
Parte de estas estrategias tienen que ver con su
capacidad de persuasión e incluso encantamiento para mantener viva la atención de los ciudadanos y su adhesión al esfuerzo de cambio. Pero hay otra, sin duda, que exige resultados
tangibles, aunque sean moderados.
"Mi problema", le dijo Obama a Ted Kennedy antes de entrar
en campaña, "es la falta de gravitas". La gravitas es
una virtud latina que tiene que
ver con el sentido del
deber y de la dignidad, y que está emparentada
con la credibilidad. Las palabras
de quien goza tal virtud
tienen peso, comprometen, producen resultados. Obama los ha obtenido ya, a espuertas,
empezando por la modelación de la opinión pública en la campaña y terminando por sus giros en política
internacional o en derechos
humanos. Pero ahora debe concretar
mucho más con la reforma del sistema
de salud, que constituirá la prueba definitiva de los efectos de sus discursos, es decir,
del peso de su
palabra.