El condenado 401

 

CARLOS FRESNEDA

Ejecuciones. El Estado de Texas, allá donde el racismo profundo del Sur confluye con la sed de venganza del lejano Oeste, rivaliza a estas alturas del siglo XXI con Irán y con China en las estadísticas de la pena de muerte. Acaban de ejecutar el jueves al número 400, John Ray Conner, y ya está engrasada la maquinaria para inyectar al 401, Daroyce Mosley, también negro, también pobre.

 

La fecha señalada para la muerte de Mosley es el 28 de agosto, y los verdugos de Huntsville trabajarán durante toda la semana para cumplir con el calendario letal. El 29 está prevista la ejecución de John Joe Amador y el 30 la de Kenneth Foster: los dos han iniciado una huelga simbólica de hambre, aunque no sería la primera vez que les hacen comer para luego ejecutarlos.

 

A medio kilómetro de la cárcel de las ejecuciones, en el centro de ese poblachón siniestro que vive por y para la muerte, se exhibe la silla eléctrica como si fuera una reliquia local. Las ejecuciones son poco menos que una rutina semanal en Huntsville: ya llevan 21 en lo que va de año, frente a las 14 en el resto de los estados.

 

Periódicamente, la atención mundial gravita en torno a este lugar, a tiro de piedra del rancho de Crawford, donde se siente la presencia cercana del ex gobernador George W. Bush. Su sucesor, Rick Perry, no ha querido defraudar a la parroquia fundamentalista y ha defendido esta semana la pena de muerte como el «castigo apropiado», frente a la imperdonable intrusión de la Unión Europea, que se atrevió a pedir clemencia para el reo número 400, John Ray Conner.

 

Conner, 32 años, estaba acusado del asesinato de una mujer de 49 en una tienda de Houston. Tres testigos le idenficaron durante el juicio, pero ninguno pareció reparar en la cojera provocada por una fractura en una pierna. El abogado de oficio cumplió con su papel: no llamó a nadie a testificar en su favor. El jurado le condenó a muerte.

 

Un tribunal federal estipuló que se debía repetir el juicio por la pobre defensa, pero la fiscalía venció en la apelación y la maquinaria de la muerte siguió su curso. Jim Marcus, uno de tantos leguleyos empeñados en combatir los molinos de viento de la justicia tejana, presentó un último recurso en el Tribunal Supremo. Pero la campanada de salvación no llegó, ni por supuesto la clemencia del gobernador Perry, que envió a los europeos una despectiva señal al estilo Don't mess with Texas (No te metas con Texas).

 

«Lo que me va a suceder es injusto y el sistema está roto», dijo Conner momentos antes de morir. No pidió nada para comer. Sus últimas palabras, como converso al Islam, fueron para Alá y para Mahoma. También se acordó de la familia: «Os quiero». En la cámara de la muerte, al otro lado del cristal, estuvieron sus padres y los familiares de la víctima, como mandan los cánones. Fuera de la prisión, separados por vallas policiales, los defensores y los detractores de la pena de muerte libraron su inútil batalla dialéctica. Otro más. Y van 400 en Texas desde que se reimplantó la pena de muerte, y 1.091 entre los 38 estados donde sigue en vigor la práctica, que no parece contar en el peculiar escalafón de los Derechos Humanos.

 

Como de costumbre, la ejecución fue un discreto pie de página en los medios norteamericanos, frente a la cobertura desbordante de los europeos y la estupefacción de los paisanos de Huntsville, que no acaban de creerse la atención internacional que suscitan estos sucesos locales.

 

El cielo es el límite en Texas, ya se sabe, aunque algo parece estar cambiando en el horizonte. Lo atestigua Dave Atwood, de la Coalición para la Abolición de la Pena de Muerte en Texas: «Este año ha habido sólo 11 sentencias a muerte, frente al medio centenar de 1999. El sistema está haciendo aguas, y los jurados lo saben. Los casos de inocentes en el corredor de la muerte están dando mucho que pensar, y todo el mundo sabe que hay un racismo inherente en la aplicación de la pena capital».

 

El 41% de los condenados a muerte en Texas son negros (139), que suponen apenas el 12% de la población. En el 80% de las sentencias a la pena capital, las víctimas son blancas. El racismo discrimina incluso a las víctimas, y la proporción de hispanos en el corredor (57) está aumentando también de un modo rampante.

 

Así las cosas, el reo número 401 será también negro. Daroyce Mosley, 27 años, fue condenado por el asesinato de cuatro paisanos blancos en un bar de Kilgore, Texas. Mosley se crió en uno de los barrios más pobres del pueblo y desde los ocho años cuidó de sus hermanos en ausencia del padre y de la madre, drogadicta. Fue el único estudiante negro que logró graduarse en su promoción en el instituto y nunca tuvo problemas con la Ley hasta el tiroteo.

 

Mosley ha admitido que acudió al bar de marras en compañía de su tío, Ray Don, de largo historial delictivo, pero asegura a estas alturas que no fue él quien disparó. Su «confesión», alega, ocurrió en un momento de debilidad después de un interrogatorio de 16 horas en la comisaría. Tenía entonces 19 años.

 

La campaña para intentar salvar a Mosley, y también a Amador y a Foster (fundador del grupo «no violencia» DRIVE en el corredor de la muerte), ha arrancado ya sin excesivas esperanzas. Texas pretende culminar esta semana con el muerto número 403 y cerrar el año con 30 ejecuciones, la mitad de las que se contabilizarán en Estados Unidos.