Paranoia
Juan
Gabriel Vásquez
Hace cosa de un mes, el pen de Estados Unidos llevó a cabo una encuesta
entre sus miembros —528 de
los más de 6.000 escritores
afiliados a la organización—
para determinar las maneras en que la vigilancia informática está cambiando sus comportamientos.
Por: Juan Gabriel Vásquez
Seguí el proceso y sus resultados con especial atención, porque de un tiempo para acá
me parece que sólo hay una cosa
más preocupante que el espionaje sistemático a los ciudadanos y la
violación de su derecho a la privacidad: el hecho de que parece
no importarnos. Yo no tengo nada que ocultar, es la reacción automática o entrenada de algunos, como si el hecho
de no tener intenciones terroristas justificara que nuestros comportamientos
o nuestros intereses —nuestra “huella digital”, le dicen ahora— fueran
objeto de comercio entre las empresas y esas agencias. (Ah, las hipócritas empresas: ¿recuerdan ustedes las veces
que Microsoft o Google se ha llenado
la boca con palabras como “libertad de expresión”, como “neutralidad de la red”, para luego poner datos
a disposición del primer enviado
gubernamental que venga a pedirlos?).
Sea
como sea, la encuesta del
PEN trajo revelaciones inquietantes. El 28% de los escritores
que respondieron dijo haber recortado
o evitado actividades en las redes sociales;
el 24% dijo que se habían preocupado por evitar ciertos
temas en sus conversaciones telefónicas o en sus correos electrónicos;
el 26% dijo haber evitado escribir sobre ciertos temas.
El New York Times mencionaba el caso
de Charles J. Shields, un biógrafo que ha dejado de escribir sobre la historia de la defensa civil en Estados Unidos, pues eso le implicaría
poner en el buscador o en sus conversaciones palabras que harían
saltar las alarmas de la NSA. Esto no significa más que
una cosa: los escritores se están autocensurando. Están dejando de escribir sobre ciertos asuntos,
sobre todo si ello implica
el uso en sus comunicaciones de ciertos términos. De manera que así es:
el estado actual de las cosas en la democracia más poderosa del mundo ha logrado lo que no habían logrado
hasta ahora los peores totalitarismos, las peores teocracias:
el control mental de los individuos.
No,
no es ciencia ficción: si la religión y las dictaduras tienen algo en común, es el deseo no disimulado de legislar nuestra actividad mental. Los “malos pensamientos” son parte rutinaria de las confesiones de los católicos, y ninguno se para a pensar en la obscenidad de ese ritual que los obliga a describir ante un cura sus deseos
secretos, aunque esos deseos no existan en el mundo real y aunque no los hayan llevado a la acción ni planeen hacerlo:
que los alberguen es punible. George Orwell (ustedes perdonarán, pero uno siempre
acaba hablando de George
Orwell) inventó en 1984 (pero
no inventó nada) el famoso crimen de pensamiento, que consistía en albergar creencias o ideas contrarias al régimen. En la novela, el gobierno totalitario no controla únicamente los actos y las palabras, sino
también los pensamientos.
¿Hay en ello una metáfora de la autocensura que hoy se mueve
entre los escritores? Hacer
esta relación entre un totalitarismo de ficción y un periodista que ya no pone ciertas palabras en su buscador, ¿es melodramático
o descabellado o paranoico?
Juan
Gabriel Vásquez