Droga: la guerra por otros medios
Por: Cristina de
la Torre
Setenta por ciento de las personas encuestadas en Colombia y Estados Unidos no aprueba la guerra antinarcóticos, y el mismo porcentaje rechaza la legalización de la droga.
Se reconoce, pues, el fracaso del prohibicionismo armado pero, a la vez, alarma la perspectiva de un mercado libre de drogas en los supermercados. Terceras opciones
se abren paso y prometen ventilarse abiertamente por vez primera en cuarenta años, en el marco de la Cumbre de las Américas este fin de semana en
Cartagena. Cobra fuerza entre ellas
la de marchitar la guerra militarizada y desarrollar
en su lugar una guerra preventiva (densa en publicidad y educación). En un proceso de reconversión de prioridades que desemboque en la despenalización del consumo, jamás
se bajaría la guardia. Sin
embargo, contra las siniestras mafias de la droga, se trataría de invertir
las asignaciones de presupuesto:
cuanto se le reste al gasto
militar en esta guerra, deberá sumársele al gasto en salud preventiva, como ya se ha hecho en Holanda y Portugal. Una despenalización
responsable, controlada, regulada
y evaluada periódicamente
—la guerra por otros medios— sería
letal para el narcotráfico
y para vendedores de armas y banqueros
que se han forrado con el producido
multibillonario de este negocio.
Se sabe, aunque no se divulga mucho, que grupos financieros, la banca internacional y los paraísos fiscales lavan ese dinero y lo
reciclan en inversiones legales, casi siempre
en bolsas de va lores. Según la ONU y el FMI, el monto
de la lavatija se acerca a
400 mil millones de dólares
cada año. De no ser por la protección
que estas cuevas de Alí Babá brindan a los grandes narcotraficantes,
no disfrutarían ellos de
las fortunas a sus anchas.
El negocio está en la guerra tal como
se ha llevado. En lógica elemental de oferta y demanda, mientras más droga
se decomise, mejores precios alcanza ésta en el mercado. Los distribuidores mayoristas lo saben: tasan
sus inventarios de droga
para regular el mercado y mantener precios elevados. A ello contribuye la persecución, que dispara la rentabilidad del negocio y, pese a sus sermones, no reduce el número de consumidores. En los últimos 31 años de guerra contra las drogas, el consumo se extendió de 44 países a 130. El problema no estriba apenas en el costo monumental de
la represión armada, el grueso
del cual recae sobre los países productores, sino en la corrupción
y la violencia que el narcotráfico
conlleva. Colombia sí que sabe de sus horrores: lleva décadas llorando a sus muertos, los cuenta por decenas de miles, y tiene que habérselas ahora con mafias formidables que se enquistaron
en todas las esferas del poder. Mientras
tanto, sus gobiernos aceptaron —hasta hoy— que la nuestra, era la misma guerra
antinarcóticos y contra el terrorismo
internacional que a los Estados
Unidos se les antojó ‘de defensa nacional’. Como quien dice
que, si abdicamos, se nos condena
por cohonestar con el narcotráfico y con el terrorismo.
Nunca se ha ensayado una educación
masiva e intensa de la
demanda. Pero los resultados
parciales son alentadores.
Y otras experiencias lo ilustran. Según
la Comisión Global sobre Políticas
de Drogas, “la reducción espectacular del consumo de tabaco (…) demuestra que la prevención y la regulación son más eficientes que la prohibición
para cambiar mentalidades y
patrones de comportamiento”.
Así lo entendió
Estados Unidos tras la entrega del Informe Wittersham sobre prohibición del alcohol, cuando el gangsterismo y la corrupción de
la policía hundieron en crisis a ese país.
No es, pues, original la alternativa de marchitar la persecución policiva en favor de la prevención. Lo nuevo, es el destape que se avecina en la Cumbre para proponer una guerra distinta
de la que lleva 40 años favoreciendo a narcotraficantes y
banqueros.