La maldición afgana
28 de Julio de 2010
Los militares
españoles en Afganistán matan menos civiles
con barba y turbante que los aliados estadounidenses, pero, en ocasiones, cuando ven a dos paisanos con una moto, esperando a que pase el convoy, les disparan porque la experiencia indica que pueden ser muyaidines dispuestos a soltar una bomba
contra el último vehículo,
y más vale prevenir que lamentar. Luego
resulta que eran unos pacíficos
campesinos, y el jefe de la
célula de relaciones civiles del destacamento se las ingenia para
ponerse en contacto con las familias y les entrega un puñado de dólares (12.000 por cabeza) para que
no armen escándalo.
Los mandos
de la misión española en Afganistán, desde el coronel de
la legión Martín Bernardi, hasta su sucesor en Kala-i-Naw, Luis Martínez Trascasa, de la Brigada Paracaidista, disponen de recursos económicos y de autonomía administrativa para resolver los errores de los soldados sin que trascienda. Pero ellos saben que
el objetivo de ganarse a la
población civil se resiente
con los temores y errores propios y ajenos, a pesar de la cooperación, la construcción de escuelas, hospitales e infraestructuras que, como la ruta
Lithium, es vital para el comercio en la provincia de Badghis.
Los 91.000 folios de información militar reservada de los estadounidenses sobre
lo que está ocurriendo en Afganistán, colgados en Wikileaks, han puesto de relieve que la guerra de Barak Obama en Afganistán
es igual de sucia que la de su antecesor George W. Bush. Comandos de mercenarios, matanzas de civiles inocentes, conculcación de derechos humanos todos los días a todas las horas
y en todos los lugares… Es como si la Convención
de Ginebra no existiera para los ejércitos de los países más civilizados
de la tierra. Y eso afecta, desprestigia y añade riesgo a los uniformados españoles, que intentan ser impecables aunque no siempre lo consigan.
El presidente
del Gobierno, José Luis Rodríguez
Zapatero, todavía no ha cumplido el compromiso adquirido en febrero pasado con Mariano Rajoy de comparecer en el pleno del Congreso para explicar
la nueva política de “afganización” que propugna Obama. Fue el primero en respaldarla y en
responder al aumento de tropas
que solicitó en otoño de 2009 el general McCrystal,
sustituido en junio pasado por David Petraues, tras sus críticas al propio Obama.
Para justificar
la duplicación del contingente
(de 800 a 1.600 soldados) se dijo
en enero pasado que los gobiernos occidentales habían estado ocho años
“comiendo sopas con tenedor”, que la estrategia de Bush había sido un desastre, “un tiempo perdido”, según la ministra Carme Chacón. Se recordó la historia: la operación militar para expulsar a los talibanes del poder, acabar con las bases Al Qaeda, capturar a Osama Bin Laden y al mulá
Omar y construir un Estado moderno
mediante el pacto de los señores tribales desembocó en una guerra plagada de crueldades, guantánamos, prisiones secretas dentro y fuera del país y bombardeos y muertes de civiles.
Pero basta leer los documentos exhibidos en Wikileaks
para saber que la estrategia de tierra quemada que promovió
Bush ha proseguido con Obama. Y lo que es peor:
tras el acoso, los guerrilleros talibanes se hicieron fuertes en Pakistán y con el apoyo de otros líderes insurgentes,
entre los que cabe citar al pastún Jalaluddin Haqqani y a los miembros
de la Shura de Quetta, la capital de la provincia paquistaní de Baluchistán, han vuelto a ganar
terreno.
Los excesos
de las tropas de ocupación, los errores de militares ineptos, la incapacidad para comprender el mosaico afgano y la hermandad entre los talibanes, los pastunes y otras tribus, además
del doble juego expansionista de Pakistán, han puesto de relieve la incapacidad de los dirigentes occidentales de resolver el conflicto.
Los documentos conocidos
gracias a Wkilearks revelan
además que la política del palo y la zanahoria, a la que España aporta 10 millones de dólares para reinsertar talibanes, no está dando frutos. Y que la formación de los militares y policías de Hamid
Karzai, como parte esencial
de lo que se ha llamado la
“afganización” de Afganistán,
resulta contraproducente
sin un pacto firme con Pakistán y con los muyahidines talib que implique
la retirada de la OTAN.
Es lo que
intenta Karzai, que ha comenzado a negociar con
Gulbuddin Hekmatyar, el jefe de los muyahidines talibanes de
Hezb-e-Islami, uno de los grupos
más importantes de la resistencia antisoviética en los años ochenta, al que los norteamericanos inscribieron en 2003 en la lista
de terroristas de Al Qaeda. Pero
falta saber si Obama respalda una negociación
que implique un calendario de retirada, lo que haría caer
su popularidad, o si prefiere mantener
una maldita guerra de baja intensidad que le puede salir rentable en términos económicos con la explotación de las reservas minerales del país.
A la espera
que Zapatero explique la posición española, aquí sólo sabemos que
el seguidismo en un conflicto
al que nuestros soldados fueron enviados por Aznar, con el apoyo del PSOE, a realizar una misión
de paz y cooperación, posee un coste mensurable: 89 militares muertos en accidentes y atentados, y más de 1.500 millones de euros de gasto. Su presencia ha beneficiado a las pobres gentes de la provincia de Bagris y de la zona de Herat. Es el único argumento de quienes han apoyado la ocupación y el único consuelo de los que, como IU-ICV y el BNG, se han opuesto
a la misión y reclaman un calendario de retirada porque no creen que las guerras
resuelvan nada.