11 de septiembre
By Sebastián
Liera
jueves, 11 de septiembre de 2008
Aquél día, primero
de los 17 años que duró la dictadura militar en Chile, no sólo caía muerto en combate un hombre de la estatura
moral y política de Salvador Allende.
Podríamos decir sin temor a equivocarnos que el neoliberalismo, justificacion y práctica de la fase más salvaje
y criminal del ya de por sí criminal y salvaje capitalismo, no encuentra mejor efeméride para expresarse como sistema-mundo que condena a la humanidad toda a repetirse una y otra vez en un mañana sin futuro que el doble 11 de septiembre que nos regalaran los calendarios de arriba en 1973 y
2001.
La mayoría
de los medios propagandísticos
que se autonombran de comunicación, en especial los electrónicos,
dedicarán muchas horas y bytes del espectro electromagnético que tienen en concesión para “recordar” sólo la segunda de aquestas fechas: la del trágico ataque por parte, se dice sin haberlo comprobado a cabalidad, de la organización talibán Al Qaeda
contra las llamadas Torres Gemelas que alojaban
la sede mundial del World
Trade Center, en Nueva York.
Pero no es del tan manoseado y al mismo tiempo nada claro 11S, caballito de batalla de los sectores más retrógrados
de la derecha estadounidense
para seguir en el Poder, de lo que deseamos hablar; sino del otro 11 de septiembre, aquél en que las Fuerzas
Armadas chilenas, al mando
de los comandantes en jefe
del Ejército, la Fuerza Aérea y la Armada y el general director de Carabineros, los felones Augusto
Pinochet, Gustavo Leigh, José Toribio y César
Mendoza, atacaron el Palacio de La Moneda.
Aquél día, primero
de los 17 años que duró la dictadura militar en Chile, no sólo caía muerto en combate un hombre de la estatura
moral y política de Salvador Allende;
también se cancelaba la construcción de un gobierno
popular, promotor y defensor
de derechos colectivos, custodio de libertades sociales y garantías individuales, partidario de la no
intervención, respetuoso de
la soberanía y la autodeterminación
de los pueblos y garante de un Estado de Derecho con la justicia, la libertad y la democracia verdaderas como premisas. Aquél día se daba, pues, por inaugurado
el neoliberalismo.
Allende, siempre bajo el mandato de su pueblo, había impulsado una reforma
estructural a una ordenación legal cuyos postulados -para decirlo con sus palabras- reflejaban un régimen social opresor: “Nuestra normativa jurídica -decía-, las técnicas ordenadoras
de la relaciones sociales
entre chilenos, responden hoy a las exigencias
del sistema capitalista […]
Nuestro sistema legal debe ser modificado […] Del realismo del Congreso depende, en gran medida, que a la legalidad capitalista suceda la legalidad socialista conforme a las transformaciones socioeconómicas que estamos implantando, sin que una fractura
violenta de la juridicidad abra las puertas
a arbitrariedades y excesos
que, responsablemente, queremos evitar”.
Fue con ésa nueva
relación jurídica que el pueblo chileno y su mandatario, el compañero Allende, entendió que “una
estructura económica caracterizada por la propiedad privada de los medios de producción fundamentales, concentrados en un
grupo reducido de empresas en manos extranjeras y de un número ínfimo de capitalistas nacionales, es la negación misma de la democracia”. Así, el cobre, el hierro,
el acero, el salitre, el yodo, la banca y empresas industriales, distribuidoras y de servicios fueron nacionalizadas.
La democracia
económica estuvo acompañada de la democracia política y social abriéndose la puerta para que
amplios sectores populares ejercieran plenamente libertades y derechos políticos, colectivos, religiosos, de expresión, de asociación, que tuvieron, entre otras características, la participación abierta de las mujeres.
Se trabajó
intensamente para garantizar el acceso universal a
la salud y la educación y
se modificaron leyes de previsión o seguridad social; se emprendió una reforma
agraria que lesionó al latifundio mediante la creación de Consejos Campesinos, Centros de Reforma Agraria y Centros de Producción operados por los propios trabajadores del campo; se promulgó
una ley indígena
que en lo fundamental emanó
de los propios pueblos indios;
se articuló a las y los trabajadores de la ciudad en una
Central Única y se les sumó
al gobierno, y se impulsó
“la voluntad rebelde, pero constructiva -como dijera de nuevo Allende-, de los jóvenes de mi patria”, para comprender que “revolución” no es una palabra, que
el socialismo no se impone por decreto porque
es un proceso social en desarrollo (permanente, nos diría Celia Hart recordando al viejo Lev) y para emprender su doble misión
histórica: “actuar y prepararse para actuar”.
Sin embargo, el 11 de septiembre de 1973, Estados Unidos, paladín principal de las dudosas bondades
del neoliberalismo, puso
fin a la “vía chilena para el socialismo” y dejó dicho que
no permitiría el andar de quienes habitamos en su “patio trasero” otras rutas que
no fuera la de seguir siendo colonias suyas. Falta lo que nuestros pueblos todavía tengan que decir al respecto;
falta, como
dijera Marcos, lo que falta.